Todos
los días salía a la misma hora por el portal del edificio donde vivía.
El rictus congelado de su rostro era el saludo matutino para todos los
que se cruzaban con él.
Imponía,
y mucho, tanto que los niños nos pasábamos a la otra acera por miedo a
que nos dijera alguna palabra para engatusarnos y sacarnos las tripas
como las abuelas nos decían machaconamente cada día. Le seguí, las
carnes me temblaban pero tenía que ver dónde iba cada día. Esa
incertidumbre se había apoderado de mí y anulaba mi miedo
fortaleciéndome. Cruzamos varias calles y al final entró en un soportal
con un letrero que decía: “Escuela de sordomudos”.