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martes, 26 de febrero de 2013

El transeúnte.


 Era realmente un muchacho extraño, caminaba ensimismado por entre la gente. Daba lo mismo que fuese verano o invierno él siempre vestía la misma chaqueta de cuadros escoceses y unas botas militares. Su pelo, largo y con una cola hecha de innumerables rastas, tenía un color mugriento. No debía tener más de treinta años pero parecía tener toda su vida vivida. Su cara de bobalicón daba pena a quiénes lo observábamos y cuando te miraba te hacía sentir un escalofrío que te recorría todo el cuerpo. Un día me atreví a seguirlo. Aparqué mi coche junto a un banco del paseo por el que él caminaba. Dejé varios metros de distancia entre él y yo, aunque si hubiese ido pegada a sus hombros estoy segura de que ni siquiera habría sido consciente de mi presencia. En el fondo me daba un poco de miedo pero la curiosidad era más pertinaz que mi desconfianza.
Caminaba por entre callejones estrechos impregnados de aromas entreverados de azúcares y fritangas de las cocinas. Aligeró el paso y con las manos en los bolsillos parecía que más que caminar interpretaba una marcha militar. Yo comencé  a sentir que mi corazón se agitaba, mi paso en un principio suave, se tornaba casi en una pequeña carrera para no perderlo entre la gente que a duras penas transitaba por entre las aceras y las bicicletas. Podía haberme dado la vuelta en cualquier momento, ¿qué necesidad tenía yo?, ¿a mí qué me importaba donde iba ese chico? Pero algo me decía que tenía que seguir hasta el final. 
El chico giró hacia la izquierda y empujó una pesada puerta de madera adornada con herrajes enmohecidos y desconchados. La puerta crujió e hizo un esfuerzo con las dos manos para abrirla. El edificio era antiguo, tal vez del siglo pasado, varios ventanales vertían sus ojos a la calle. El tejado de un momento a otro parecía que se iba a venir a tierra. La puerta se quedó entreabierta invitando a entrar a un patio silencioso donde la luz penetraba tenuemente a primeras horas de la mañana y poco a poco se iba reflejando en los charcos acharolados del suelo provenientes del agua de haber regado las macetas. Colgaban de las paredes multitud de plantas de todos los colores: geranios, tulipanes, margaritas, pensamientos, dalias  y una madreselva preñada de flores trepaba por entre los barrotes de las ventanas y cubría la cal envejecida de la casa. El mundano ruido del exterior se había disipado en apenas unos segundos. Era una paz inmensa la que se sentía en ese lugar. Una pequeña puerta en uno de los laterales del patio era la única salida. Intenté llamar a aquel muchacho. Desapareció.  Aún guardo la sensación de paz que sentí en aquel repentino jardín en medio de tanto ruido.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Prevención de Suicidio



Con el siguiente relato conseguí la Primera Mención de Honor en el concurso de relatos cortos "II Memorial Conrada Muñoz" año 2011.  Espero que os guste.


Como si fuese un boomerang he entrado y salido de la prisión tres veces en los últimos dos años. Cada vez que estaba dentro me prometía a mi mismo que esa sería la definitiva, que pasara lo que pasara y aunque me ofrecieran la luna no me iba a meter más en líos. Algunos de mis compañeros siempre me dicen eso “de que vuelvo a casa” en cierto modo es así, a pesar de que no la he sentido nunca como mía; nací en la  cárcel de mujeres de Alcalá de Guadaíra cuando mi madre estaba presa.
Los primeros años de mi vida no era muy conciente de donde estaba, pasaba los días a rebufo de mi madre y de las demás internas que me tenían como su juguete. Mi madre entró en prisión por un delito de tráfico de drogas. Apenas tenía diecisiete cumplidos cuando una mañana se dio cuenta de que estaba embarazada. Tras comunicárselo a mis abuelos, éstos lo primero que hicieron fue ponerla de patitas en lo ancho y llano de la calle: “Vete, has deshonrado a tu familia” fue lo último que escuchó  cuando salía con sus escasas cosas y con la única preocupación en la mente de dónde pasar la noche. Tal vez con el sol de la mañana siguiente, y tras pasar la noche fuera de la casa, sus padres se compadecerían de ella y la  buscarían. Eso no ocurrió.
Mi abuelo, con cincuenta años, alcohólico y desesperado para ganar un jornal con el que alimentar al resto de sus hijos se le  vino el mundo encima al ver que su única hija, en la  que tenía todas sus expectativas puestas le había defraudado. Ahora sería la comidilla del barrio y todos tendrían alguien a quien criticar. Ya estaba él para eso y el resto de mis tíos, que según supe con los años tampoco andaban en buenos pasos.
El dueño de la pensión donde encontró el refugio que sus padres no le dieron,  se aprovechó de la cara de inocente de mi madre y la hizo que se metiera en el mundo del trapicheo. Nadie sospecharía de una adolescente con cara de niña. Mi padre la dejó tirada, no quiso saber nada de mí. Con los años ha querido buscarme pero ahora he sido yo el que ha  pasado de él. Si se hubiera portado como un hombre en su momento, tal vez mi vida y la de mi madre habría sido de otra forma. Ella no se habría visto abocada a ese inframundo que es la droga. Tanto va el cántaro a la fuente que al final acaba rompiéndose, no solo mercadeaba sino que acabó consumiendo su propia mierda. En pocos meses su vida cambió dando un giro de trescientos sesenta grados. Después de su primera condena, vinieron otras y yo me vi tutelado por la Junta y encerrado desde los cinco años en un colegio donde pasaban los días uno tras otro a la espera de que apareciese mi madre o alguna familia que me diera ese cariño del que yo tanto estaba falto. Fui viendo como entraban y salían otros niños, aprendiz de los mayores y maestro de los pequeños en las pequeñas travesuras  y tropelías que realizábamos en el colegio. De ellos aprendí lo que  serían los cimientos de mi persona.
A los catorce años volví con mi madre y al principio sí fue todo lo idílico que siempre me había imaginado en las noches largas de invierno cuando la desesperanza no me dejaba dormir y me abrazaba a la almohada llorando como lo que era, un ser indefenso y débil que no había pedido venir al mundo, y mucho menos en esas condiciones. Un año después ella empezó a salir con un hombre que había conocido estando en prisión por un programa de intercambio de amistad. Cuando Pablo, que así se llamaba, salió de Carabanchel se vino a Sevilla al pequeño bajo mohoso que teníamos alquilado en un barrio bastante conflictivo. Hasta ese momento todo iba bien, mi madre se había limpiado estando en el talego y trabajaba en la cocina de un bar. Después de todo volvíamos a ser una familia. Ambos estábamos reinsertados en la sociedad, solo teníamos que seguir viviendo.
 Nada más lejos de la realidad… Pablo nos hundió de nuevo en lo más misero del mundo: la droga; y lo peor de todo, es que me arrastró a mí también en esa vorágine en la  que se convirtió nuestra existencia desde que apareció por la puerta de casa. Tenía una mirada desconfiada, y una sonrisa llena de picardía que embaucaba hasta el más listo. Sin darnos cuenta mi madre y yo estábamos por los parques y las puertas de los colegios ofreciendo a los niños un poco de “chocolate” o de “maría”. Yo los enseñaba a liar los cigarros a los que no sabían y, poco a poco me fui haciendo un nutrido grupo de colegas a los que les metía el veneno en el cuerpo y ellos a cambio de un poco de “felicidad” me daban la pasta que costaba su pequeño viaje. Así de paso, me enganché yo también, primero a algo que me parecía inocente como son los porros para acabar con la dama blanca enredada en mis venas como si fuera parte de mi mismo.
Cuando tenía el  subidón de la dosis, creía que me iba a comer el mundo y no era muy consciente de distinguir lo que estaba bien de lo que no;  las malas compañías y estar en un sitio indebido en el momento inapropiado han hecho que el mundo me coma a mí. He venido de nuevo a la cárcel y esta vez por una larga temporada. Las condenas de antes eran tonterías comparadas con esta de homicidio. Algo de lo que me arrepiento muchísimo y que no soy consciente de haber cometido. Las pruebas me acusan a mí y hay testigos de ello. Así que ahora no me queda más remedio que afrontar todo lo que me venga encima. Pero estoy hecho polvo, mi autoestima es menor a la de un gusano que se arrastra por el suelo esperando que alguien pase por encima y lo pisotee aplastándolo contra el suelo mugriento y que  no quede de él nada más que una manchita recuerdo de su existencia.
Mientras, ahí fuera en la calle, el mundo está asistiendo a un parto. Sí un parto con contracciones agónicas para los más desfavorecidos que les provocan unos dolores que no son posibles de aguantar. Envites que da la vida y los pone como a mí de cara a la pared; metidos tras muros que los apartan de una sociedad que ya nos los quiere. Eso provoca que la delincuencia aumente, las cárceles se masifiquen; y sean incapaces de reeducar al preso por falta de personal. Sometidos a unos horarios, a unas normas de convivencia destinadas a hacernos que el regreso a la calle sea más fácil. Haciéndonos participes de nuestra reeducación en los módulos de respeto que deberían de ser obligatorios para todos los internos en vez de voluntarios. Se asemejan a una vida real donde la participación y organización es la base del respeto a los demás y a uno mismo.  Aunque el preso no tiene todo el seguimiento que debería tener una vez fuera de la tutela del Estado y por eso volvemos a caer como moscas a la miel.
  Mientras estamos entre rejas el mundo de fuera se ve lejos, es una realidad  paralela a la que vivimos imposible de alcanzar en mucho tiempo para la gran mayoría de los internos. Pero aquí dentro sufrimos la ausencia de la familia, de los amigos, nos privan de libertad pero tenemos acceso a la cultura, se puede estudiar para mejorar nuestra formación. Tal vez algún día esa mejora de nuestras capacidades laborales se vea recompensada con un trabajo en la calle en el mejor de los casos. Aunque afuera son muchos los que tienen que delinquir para seguir subsistiendo ya que el sistema económico está en entredicho y hace aguas por todos los lados y muchas familias se han visto de la noche a la mañana sin nada. Algunos, aquí dentro tienen trabajo en un destino remunerado  que les permite tener algo de dinero y no sentirse del todo un parásito de la sociedad. Aunque mucho de ese dinero va a parar a las manos de otros internos -los más avispados- que se dedican dentro en los patios a intimidar a los que somos más débiles y a seguir intoxicándonos con sustancias que por ley están prohibidas y aún más si cabe dentro de los establecimientos penitenciarios.
La noche ha llegado ya, siento un nervioso que me recorre todo el cuerpo. Es hora de tomar mi medicación. En la cama de abajo mi nuevo compañero –un interno de apoyo- está leyendo un libro que ha sacado de la biblioteca. Me ha dicho el titulo, pero ahora no lo recuerdo. Tiene que ser entretenido, apenas se mueve entre las sábanas, no se da cuenta de lo que hago. El silencio invade toda la celda, siento los  latidos de mi corazón cada vez más débiles, mucho más frío que hace unos instantes. Me voy a poner cómodo, con un gran esfuerzo consigo estirarme y taparme hasta el cuello. Se escucha el interfono, al otro lado el funcionario de guardia llama a mi compañero
-¡Buenas noches! Lozano ¿me escuchas?
-Sí
-¿Está tu  compañero bien?
-Sí, acabamos de hablar.
Mi compañero sigue leyendo y yo cierro los ojos e intento descansar de una vez y para siempre.





sábado, 16 de febrero de 2013

Despertar

  


Nunca imaginé que tu ausencia doliera tanto,
que el vacío fuese tan grande.
Nunca sentí que la soledad
podría envolver  más que la noche.
Nunca pensé que los colores 
no tenían ya brillo, ni que los pájaros solo 
harían ruido. 
Nunca imaginé que lo importante de mi mundo
carecería de sentido. 
Miro atrás y no sé si todo fue un sueño, 
pero me alegro de haberlo soñado
aunque fuese por poco tiempo
contigo.

viernes, 15 de febrero de 2013

Gracias Cristina.


       perfumederosasregalosamigos.blogspot.com.es

El otro día recibí la sorpresa de manos de Cristina y me dio este regalo. Muchísimas gracias Cristina por pensar en mi y querer compartirlo conmigo. Debo nombrar al menos tres libros de los que he leído en el año 2012 y que me hayan gustado más y otros tantos de los que quiero leer en el 2013. Pues bien, mis libros son.

Me gustaron en el 2012:

-Barúc en el río de Rubén Abella.
-El alquimista de Paulo Coelho.
-El puente de los asesinos de Arturo Pérez-Reverte.

Quiero leer en 2013 más que nada porque llevan bastante tiempo en mi librería:

-El tiempo entre costuras de María Dueñas.
-Un mundo sin fin de Ken Follet.
 -Las brujas y su mundo de Julio Caro Baroja.


Compartirlo al menos con tres blogs.

domingo, 10 de febrero de 2013

A veces me repito.



Quiero recuperar hoy el primer relato que escribí y el primero que mandé a un concurso literario. Le tengo especial cariño no sólo por permitirme ganarlo sino por aquello que dicen que el primer parto literario es siempre el más dulce. Algunos ya lo conocéis pero los recién llegados supongo que aún no habéis buceado lo suficiente como para encontrarlo. Espero que lo disfrutéis.



    
   MAÑANA DE SAN JUAN                                              

 Cada noche, antes de dormirse, Amalia realizaba el mismo ritual. Una vez en la cama, rezaba a sus santos y le hacía una pequeña oración a las ánimas benditas; para que la despertaran pero sin asustarla por la  mañana. Era una costumbre que había cogido sin darse ni cuenta desde que era una niña. Esa mañana escuchó un pajarito cantar, y el canto suave la despertó. Encendió la lamparilla, y vio que el viejo reloj que había encima de la mesita iba a dar casi las seis de la mañana. Aún no clareaba el día. Agarró su ropa y salió despacio del dormitorio para no despertar a Mariano, su marido.
 Después de asearse en el cuarto de baño, se recogió  su pelo ensortijado y canoso en un moño bajo y se vistió. Puso en la hornilla, un poco de leche a calentar en un cazo de porcelana desconchado por los años, mientras se preparaba la talega que se llevaría al campo ese día. En ella metió un trozo de pan y un poco de queso que le servirían de almuerzo a media mañana.
 Era la época de la siega, y el día anterior estuvo con su marido segando los últimos bancales de habas, en uno de los campos que años atrás había heredado de sus padres.
Amalia no quiso despertar a su marido, estaba delicado y tenía una reunión a las diez de la mañana en la Comunidad de Regantes, para establecer los turnos de riego de los campos. El verano había llegado y las mermas de agua en las acequias se hacían notar.
 Amalia, ese día tenía prisa en llegar al campo; quería ver la rueda de Santa Catalina, como tantas veces la había visto desde que era niña con sus padres, cuando los acompañaba al sembrado. Tras el solsticio de verano, llegó la noche de San Juan, y por la mañana del día veinticuatro, en el sol se veía como si una rueda girase dentro de él y por nada del mundo quería perderse ese momento mágico, que tantos recuerdos le traía. Ilusionada, deseaba meter sus toscas manos en el rocío de la mañana; que según las leyendas curaba múltiples enfermedades y hacía hermosa y joven a quien se embadurnara con él.
 Llegó exhausta a la finca, después de subir la cuesta empinada y larga que la separaba del pueblo. Era consciente de sus muchos años y de que estaba muy oronda, para realizar ya esas tareas en el campo; pero también el pobre Mariano era bastante mayor que ella y la fatalidad quiso que su único hijo, muriese con solo dos años de unas fiebres. Nunca más tuvo hijos, y este nació cuando ella tenía casi los cuarenta años. No le quedaba más remedio que ayudar en lo que podía a su marido.
 Se sentó debajo de una higuera que había en un lado del terreno.
Todo sembrado de gavillas de matas de habas secas; para serenarse un poco antes de comenzar a llevarlas a la era, donde otro día serían trilladas. Acomodando su espalda sobre el tronco, se puso a contemplar el baile del sol que ya había salido del todo.
 El viento mecía suavemente las hojas de la higuera y acariciaba su cara; cerró los ojos y la nostalgia de la juventud la llenó de recuerdos de otras mañanas, en las que como en esa todas las muchachas iban al campo, al río  o a las fuentes, y la noche anterior  los muchachos colgaban ramas en las puertas de las mozas que pretendían, de diferentes árboles según sus intenciones; toda esa remembranza hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas. Se acordó de José, un novio que tuvo muchos años antes de casarse con Mariano.
Aún podía recordar el último beso que le dio José, sentados en el banco de la plaza de la iglesia el día de las fiestas patronales, después de que le diera una fotografía que se había hecho el día anterior, y que él guardó como el más preciado de sus tesoros. En un descuido la cogió de las manos y, acercándola hasta su pecho, le puso dulcemente los labios sobre su frente, luego la miró a los ojos y le dijo que era la chica más guapa de toda la plaza, y que quería casarse con ella. Amalia se sonrojó y bajó la mirada con una tierna sonrisa dibujada en su cara casi angelical. Apenas tenía dieciocho años y José era el primer hombre del que se había enamorado. Era el hijo de una prima de su padre, el mayor de los tres varones, luego estaba Margarita, la pequeña de la familia y su mejor amiga desde la infancia. Amalia vio desde niña a José cuando iba a visitar a su prima a su casa, y entre risas y juegos sin malicia, fue creciendo a la par que ella lo hacía, algo que cuando llegó a la adolescencia se dio cuenta de que no era el amor filial que le tenía a los otros hermanos de Margarita, era diferente; se sonrojaba cuando la miraba a los ojos directamente, y cuando le dirigía algún cumplido. Llegando incluso, a sentir un cosquilleo en el estómago cuando se cruzaba con él, o cuando le hablaba más de dos frases seguidas estando a solas.  José tenía los veintitrés recién cumplidos. Estaba en la edad de formar una familia propia, de buscar una novia, y después de un tiempo de noviazgo no demasiado largo, casarse. Amalia era la chica ideal, de buena familia, su mocedad aseguraba aún más su castidad, y era muy guapa. Sólo que por ser primos segundos, tendrían que  pedir “dispensa papal” para poder casarse, pero eso no era ningún inconveniente. Sin embargo, todo se truncó.
Corría el mes de septiembre de 1937, apenas las luces del día se habían extinguido cuando dos golpes secos se escucharon en la puerta principal de la casa de don Jaime, el practicante del pueblo, un hombre de buena estirpe y que no se metía en nada, solo su trabajo y su familia eran lo único que le importaba. Don Jaime era un hombre muy querido en todo el pueblo, fervoroso cristiano que iba a misa cada domingo y fiestas de guardar como mandaban los preceptos. Lo único que desentonaba en aquella casa era el carácter izquierdista de su hijo mayor José, que más de un quebradero de cabeza le había dado al padre; por meterse donde no le llamaban como constantemente le decía su madre.
-¿Está José?- dijo el más alto de los dos hombres vestidos de negro que estaban franqueando la puerta de la casa.
-Buenas noches, sí si está- dijo Amparo su madre, pensando que serían amigos de él.
Sin mediar palabra entraron los dos hombres a la casa del practicante; mientras los que les acompañaban esperaban fuera armados, rebuscaron por todas las habitaciones de la primera planta, entre gritos y quejidos de uno y otro lado. Las voces le llegaban a José que estaba en la terraza intentando huir por los tejados, pero no tuvo oportunidad de escapar. Lo cogieron por los brazos y lo tiraron al suelo, allí le ataron las manos a la espalda, su madre no dejaba de gritar, sus hermanos también; Margarita era la única que asistía impávida y en silencio a toda aquella escena.
-¿Dónde lo llevan?- gritó su madre aterrorizada.
-Donde debe de estar- dijo uno de los hombres cuando salían de la casa llevándose a la fuerza a José- Así aprenderá a estar callado.
Toda la familia asistió a la detención del hijo mayor, y vieron como lo montaban en un camión que había al final de la calle; el destino era predecible…
La noche fue muy larga, y los días restantes también. La alegría de aquella familia se convirtió en un luto que duró a sus padres hasta que murieron. Amalia cuando supo todo lo sucedido entró en una profunda depresión.
Con el paso de los años aquella pena se fue atenuando y estaba próxima a cumplir los treinta y cinco años cuando accedió al noviazgo con Mariano. Un hombre soltero del pueblo, unos años mayor que ella, aunque era dechado de virtudes y que llevaba muchos años enamorado de Amalia. Mariano convino con los padres de Amalia la boda si ella estaba de acuerdo, claro. Y tras un noviazgo corto, pues los años apremiaban para los dos si querían tener hijos se casaron una mañana del mes de mayo a las diez de la mañana en la iglesia del pueblo, junto con algunos de sus familiares y amigos. La celebración de la boda fue sencilla, como se llevaba en aquella época, una comida familiar. Esa misma noche se fueron de viaje de novios unos días a Madrid y después a Toledo. De regreso le esperaba su nueva casa y su vida aunque cómoda al principio, no estuvo exenta de algunos sacrificios con su marido.
 Amalia secó sus lágrimas con el dorso de su mano y una vez que se serenó, apartó la mirada del sol y comenzó a cargar los haces a la espalda, y, despacio los iba llevando uno a uno hasta la era que estaba contigua a la finca.
La mañana que amaneció fresca se tornó soleada; el calor alrededor de la una del mediodía era el indicativo de que Amalia tenía que volver a casa, pues ya no era posible estar más tiempo en el campo. Agarró sus cosas, y empezó el camino de vuelta, con un sol de justicia que le quemaba por encima de sus ropas. Se quitó el pañuelo negro que siempre llevaba puesto desde lo de su hijo, con la intención de agitarlo para hacerse aire.
 Se sentía cansada, muy mareada con ganas de vomitar y calambres en ambas piernas, que ella achacó al duro trabajo realizado y a que con las prisas no se tomó sus pastillas para la diabetes. Destapó su cantimplora de agua, pero no le quedaba nada. Iba andando por el camino, que cada vez se le hacía más largo, la boca la tenía seca como la tierra de los campos. Cada cinco o seis pasos se paraba a descansar, dejándose caer en una orilla del camino. Apenas corría una brisilla caliente que lejos de refrescarla, la achicharraba más. Cada vez se sentía más débil, la cabeza le estallaba. Amalia pensó que nunca llegaría a su casa. Ya en el pueblo, se acercó a la fuente de piedra de la que manaba un pequeño hilito de agua, mojó su pañuelo y lo acercó a su cara para recuperar el aliento, metió las manos y se echó puñados de agua para aliviarse por encima, en su pelo, detrás del cuello, y se colocó el trapo chorreando de agua en la cabeza. Bebió agua para calmar su sed. Aquello pareció aliviarla un poco, justo lo que necesitaba para llegar hasta su fresca casa. Unos pocos metros la separaban del portón de su vivienda cuando Amalia no pudo más, y cayó al suelo  debido a una insolación ante la mirada atónita de sus vecinas. Todas acudieron en su auxilio. La levantaron del suelo como pudieron, afortunadamente pasaba en ese instante un muchacho que ayudó a las vecinas a llevar a Amalia hasta su casa. En su casa estaba Mariano que hacía poco rato que había llegado de su reunión.
El joven les dijo que le pusieran toallas de agua fresca, que trajeran abanicos. Había su sufrido un golpe de calor, lo importante ahora era refrescarla lo antes posible, darle líquidos a temperatura ambiente y con un poco de sal para hidratarla, jamás agua fría ni frotes con alcohol.
-Mariano rápido llama al médico- le dijo la vecina mientras le quitaba la ropa y la sentaba en un sillón con la cabeza alta.
Amalia empezaba a recobrar la consciencia y se quedo más blanca si cabe al ver al joven.
-¿José?- murmuró
Todos se quedaron un poco sorprendidos, -¿quién es José?- dijeron.
-José me estoy muriendo, ¿Has venido a por mi?- decía Amalia mirando al joven.
El desconcierto era la tónica de todos los allí presentes. Mariano entró al salón acompañado del médico en esos instantes.
- Lo primero ponerla fresca, ya veo que lo habéis hecho. Hacerle un litro de agua con una cucharada de sal- dijo el médico.
-Si, este muchacho nos ha dicho eso don Roberto- dijo la vecina.
-Amalia ¿te notas calambres?
-No… bueno si, ¿Pero que hace José aquí?- balbució Amalia.
-Lleva todo el rato diciendo eso don Roberto- apostilló la otra vecina.
-Es normal puede tener alucinaciones, esta en estado de shock  debido al calor. Me quedaré aquí contigo un ratito, a ver si mejoras- dijo el médico- vosotras podéis iros a casa, menos mal que no le ha pillado sola. Te tengo dicho Amalia que estás muy mayor para ir al campo y que tienes muchos problemas de salud que te tienes que cuidar….
Todos salieron de la casa, las vecinas y el joven. En la calle el muchacho les preguntó  a las vecinas si sabían donde vivía Margarita Montilla.
- Margarita se fue cuando se casó a Cáceres con su marido. Hace muchos años de eso ya, sabe Dios si todavía vivirá…-dijo una de las vecinas.
-¿Y no hay nadie de su familia en el pueblo ya?
-Pues sí, la pobre Amalia es prima suya. La que acabamos de recoger en la calle. ¡Con estos calores nos va a dar algo Dios mío! Y eso que todavía no ha llegado el mes de agosto- exclamó la anciana.
-Gracias- dijo dándose la vuelta y volviendo a tocar en casa de Amalia.
-¿Puedo entrar?- dijo el joven con un pie puesto en el tranco de entrada, que hacía ver que tenía intención de adentrarse de nuevo en la vivienda.
- Sí, si pase usted- contestó Mariano un poco sorprendido por la presencia de nuevo de aquel extraño en su casa.
-Discúlpenme, estoy buscando a Margarita Montilla, que es mi tía y su vecina me ha dicho que su esposa es prima de mi tía- dijo el joven mientras se sentaba en una silla contigua al sillón donde Amalia permanecía aún, visiblemente recuperada.
-Don Roberto, muchas gracias por venir,- dijo Mariano mientras hacía el gesto de acompañar al médico hasta la puerta- menos mal que se ha recuperado pronto y no la hemos tenido que llevar al hospital.
El silencio se hizo en la habitación. A Amalia  le latía de nuevo el corazón con fuerza.
-¿Y de quien es usted hijo?
- Yo soy nieto de un hermano de Margarita.
-¡Ah! - dijo Amalia- ¿y de quién?
-Bueno…Ya han pasado muchos años….Mi abuelo antes de morir, me dio una fotografía que había guardado toda su vida. Me pidió que viniera al pueblo y que buscara a ver si quedaba alguien de nuestra familia. Pensó que mi tía viviría todavía porque era la más joven de todos los hermanos….-el joven tragó saliva antes de seguir  hablando- me dijo que viniera a buscarla para que me conociera, pues mi madre murió hace unos años y era la única hija de mi abuelo. Yo soy hijo único, la única familia que me quedaba en mi tierra era mi abuelo.
-Madre mía, muchacho ¿Quién es tu abuelo?- dijo Amalia abriendo los ojos a la par que la boca.
-Mi abuelo murió en enero, y todo este  tiempo he estado dudando si debía venir o no venir. Mi abuelo era José….
- José… ¿Qué José?, el único hermano de Margarita que se llamaba así lo mataron en la guerra civil hace sesenta y cinco años. ¡No digas tonterías muchacho!
-No señora, no murió. Sé que es difícil de creer, pero mi abuelo no murió aquella noche. Los que lo mataron, o los que creían que lo habían matado solo lo hirieron de gravedad, pero no de muerte. El se quedó quieto entre todos los cuerpos tirados en aquel barranco. Aprovechó la confusión de los asesinos,  y muy despacio amparado en las sombras logró escapar. Se metió en una oquedad que había en la pared del barranco. No podía volver a la casa familiar, y se fue caminando de noche y escondiéndose de día. Así logró llegar a la frontera y escapó a otro país. Mi abuelo pensó que tal vez sería mejor para todos que lo creyeran muerto, aunque toda su vida tuvo deseos de volver a este pueblo- el joven metió la mano en su mochila y sacó una fotografía de su cartera con las esquinas rotas por los años y se la extendió a Amalia.
-Mi abuelo me hizo prometer que buscaría a esta mujer, la amó toda su vida. Me pidió que si estaba muerta le llevase flores a su tumba y que si no lo estaba, se la devolviera a ella.
-¡Dios mío!- gritó- Es imposible, soy yo. Es la foto que le di cuando él me pretendía- Amalia cogió la fotografía y la acercó a su pecho, se quedó muda y sus lágrimas brotaron de sus ojos y las dejó correr por sus mejillas como si fuese la lluvia que limpia el barro después de una gran tormenta.
Amalia le dio la vuelta a la fotografía y detrás de ella se podía leer:

           “Sin ti mi vida no ha tenido sentido”

El silencio se apoderó de toda la estancia y ninguno de los tres dijo nada más. Ya no era necesario, todo estaba dicho.



miércoles, 6 de febrero de 2013

Dicen por ahí.




Dicen que el primer amor es el que nunca se olvida, yo disiento, a veces es el último. Dicen que somos lo que recordamos. Dicen que a pesar de ser seres individuales, todos estamos conectados de una forma u otra y que sin los demás no seríamos nada. Dicen que el que pega primero pega dos veces y, dicen también que la sociedad está cambiando. Aunque el pez pequeño nunca le dará un sólo bocado al pez grande, y éste en su habitat seguirá siendo el rey y todos los pececillos lo mirarán con miedo y reverencia y se guardarán sus desprecios para cuando no estén en su presencia. Dicen que el que calla otorga y que es una imprudencia decir según que cosas, pero a veces, los oidos de los pececillos esperan la explicación sin verborrea de los peces grandes y por desgracia, esta nunca llega.