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Tranquility

martes, 26 de febrero de 2013

El transeúnte.


 Era realmente un muchacho extraño, caminaba ensimismado por entre la gente. Daba lo mismo que fuese verano o invierno él siempre vestía la misma chaqueta de cuadros escoceses y unas botas militares. Su pelo, largo y con una cola hecha de innumerables rastas, tenía un color mugriento. No debía tener más de treinta años pero parecía tener toda su vida vivida. Su cara de bobalicón daba pena a quiénes lo observábamos y cuando te miraba te hacía sentir un escalofrío que te recorría todo el cuerpo. Un día me atreví a seguirlo. Aparqué mi coche junto a un banco del paseo por el que él caminaba. Dejé varios metros de distancia entre él y yo, aunque si hubiese ido pegada a sus hombros estoy segura de que ni siquiera habría sido consciente de mi presencia. En el fondo me daba un poco de miedo pero la curiosidad era más pertinaz que mi desconfianza.
Caminaba por entre callejones estrechos impregnados de aromas entreverados de azúcares y fritangas de las cocinas. Aligeró el paso y con las manos en los bolsillos parecía que más que caminar interpretaba una marcha militar. Yo comencé  a sentir que mi corazón se agitaba, mi paso en un principio suave, se tornaba casi en una pequeña carrera para no perderlo entre la gente que a duras penas transitaba por entre las aceras y las bicicletas. Podía haberme dado la vuelta en cualquier momento, ¿qué necesidad tenía yo?, ¿a mí qué me importaba donde iba ese chico? Pero algo me decía que tenía que seguir hasta el final. 
El chico giró hacia la izquierda y empujó una pesada puerta de madera adornada con herrajes enmohecidos y desconchados. La puerta crujió e hizo un esfuerzo con las dos manos para abrirla. El edificio era antiguo, tal vez del siglo pasado, varios ventanales vertían sus ojos a la calle. El tejado de un momento a otro parecía que se iba a venir a tierra. La puerta se quedó entreabierta invitando a entrar a un patio silencioso donde la luz penetraba tenuemente a primeras horas de la mañana y poco a poco se iba reflejando en los charcos acharolados del suelo provenientes del agua de haber regado las macetas. Colgaban de las paredes multitud de plantas de todos los colores: geranios, tulipanes, margaritas, pensamientos, dalias  y una madreselva preñada de flores trepaba por entre los barrotes de las ventanas y cubría la cal envejecida de la casa. El mundano ruido del exterior se había disipado en apenas unos segundos. Era una paz inmensa la que se sentía en ese lugar. Una pequeña puerta en uno de los laterales del patio era la única salida. Intenté llamar a aquel muchacho. Desapareció.  Aún guardo la sensación de paz que sentí en aquel repentino jardín en medio de tanto ruido.