Ahí estaba ella. Sentada frente a
mí con actitud arrogante, desafiándome con su gesto altivo. Fijaba la vista en
todos los presentes, uno por uno nos iba observando sin decoro, sin miedo a que
la descubriéramos. Con esa supremacía de quien se sabe perfecta, diosa y
creadora. Sus ojos hieráticos se clavaron en los míos y una sensación de frío
recorrió todo mi cuerpo. Primero los pies, los sentía como dos bloques de
hielo; luego las piernas, mi tronco, mis manos, mis venas, ya cristalizadas,
las sentía quebrarse como pequeñas tuberías de vidrio. Al final una luz,
potente, majestuosa y una gran nebulosa apareció ante mí. Un gran
golpe se extendió en mi estómago, en mi pecho y una arcada me trajo de nuevo a este lado. A tu lado.