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lunes, 31 de octubre de 2011

Si tuviese alas como Ícaro

El siguiente relato  fue merecedor de un tercer puesto en el I Certamen de Relato corto Memorial "Conrada Muñoz" del año 2010.


La mañana del sábado había amanecido fresca y Agustín Torres, seminarista en su último año, había decidido que ese fin de semana no iría a visitar a sus padres al pueblo. Quería ir a la prisión y estar al lado de quiénes necesitaban apoyo espiritual o de los que no tenían visitas de familiares. Casi siempre había ido a los hospitales, comedores sociales, residencias de ancianos, centros de rehabilitación para drogodependientes a llevar la palabra de Dios; un poco de compañía y cariño a quiénes lo necesitaban. A veces el dar cariño a una persona es el mejor de los regalos. Ratos de conversación para aquellos que están excluidos, gentes que porque estamos acostumbrados a ver en la calle como parte del mobiliario urbano ya no miramos; pero nunca  había entrado a un Centro Penitenciario.
El capellán del la prisión le había incluido en la lista que pasaba al Director para que autorizasen su entrada, y en concreto le había hablado de Pedro Salgado, un hombre cercano a los cuarenta y cuyo destino era de cabo de limpieza en el modulo seis.
Agustín después de desayunar con todos los que como él se habían quedado en el  seminario, se preparó meticulosamente su mochila donde llevaba su Biblia y sus objetos personales. Se volvió a peinar frente a un espejo que le devolvía una imagen temblorosa y ajada por sus años, y tras poner cada pelo en su sitio, salió directo al garaje donde aparcaba su coche. Tenía las manos sudorosas a pesar de que no hacía calor, arrancó el vehículo y se dirigió hacía la calle.
El trayecto se le hizo corto, eran las diez de la mañana,  aparcó en la entrada del Centro y se fue directo a los Accesos, donde le entregó al funcionario que prestaba su servicio en ese momento su documentación y éste le dio una tarjeta que colgó de la solapa de su chaqueta. Tras pasar la puerta giratoria y volver a ser identificado, se le retuvo su DNI.
Y  le dieron paso al modulo que iba a visitar. El funcionario de ese módulo le indicó que  el interno, Pedro Martínez, estaba en la Sala de día, y le señalo con el dedo a un hombre de aspecto taciturno que se hallaba sentado en una silla leyendo un libro y de vez en cuando levantaba los ojos sin mirar a ningún lado en concreto.
Agustín se dirigió hacia él con su Biblia en la mano,  con paso firme y decidido se sentó sin decir nada. Ambos hombres se miraron fijamente a los ojos y sus bocas no sabían qué palabras pronunciar.
-¡Hola! ¿Te importa que me siente aquí?-balbució Agustín.
-No padre, no se preocupe, no me importa puede usted sentarse donde quiera.
-No soy sacerdote todavía, me puedes llamar Agustín. He venido a verte expresamente a ti, el capellán del Centro me ha dicho que no tienes muchas visitas.
-Así es…no le ha mentido-contestó desafiante mientras cerraba el libro lentamente.
-¿Puedo preguntarte por qué estás aquí?-dijo Agustín, aún a sabiendas que estaba por una condena de tráfico de drogas.
-Sí, por traficar. Aunque no lo soy, me lo ofrecieron y como no tengo nada que perder…lo hice- respondió altivo.
-¿Esa chica del tatuaje es tu esposa?
-No, mi hermana Paula- dijo mirando al techo.
-Uno no se tatúa a su hermana, mucho la tienes que querer.
-No lo sabe usted bien.
Agustín sacó un paquete de tabaco de su mochila y le ofreció un cigarrillo a Pedro, que este cogió sin rechistar, ambos hombres exhalaban bocanadas de humo que ascendía y se extendía por toda la habitación mezclándose con los humos de los otros internos, que jugaban al dominó o veían la televisión.
-Me ha llamado la atención eso que has dicho de “no tenía nada que perder” ¿por qué?-dijo Agustín mirándole de nuevo a los ojos.
-Muy fácil, llevo años en la calle, por eso…simplemente. ¿Quiere que le cuente un poco de mi?
-Sí por favor, habla que te escucho- le dijo el seminarista poniendo una sonrisa que le invitaba a la complicidad, para que Pedro se sintiera relajado.
-Cada día pasaban a la misma hora, por delante de la iglesia de la calle San Antón. Entre el barullo de la gente eran dos desconocidos más para mi, dos peatones más. Ella siempre de la misma forma: con la misma gabardina color marrón intemporal, las mismas botas altas, de tacón bajo y grueso. Las manos metidas en los bolsillos. Sostenía el bolso en una de sus muñecas, porque parecía que se le escurría de los hombros. Su cara pálida, con una expresión en el rostro de ambigüedad, y su caminar casi etéreo, como si de un ánima se tratase. Le asomaba la falda, por debajo de la gabardina, también marrón. Su pelo, rubio y largo, aunque  un poco descuidado para ser una mujer aún joven. Sus ojos de un azul intenso, como el mar, que cuando me miraban  me hacían sentir un escalofrío, cómo si ella supiera en qué estaba yo pensando. Una mujer muy alta y enjuta, pero que sin embargo llamaba mi atención sin yo darme cuenta.


El es moreno un hombre de aspecto normal, iba con un periódico bajo el brazo y de unos cincuenta años. Uno más, de los muchos que pasan al cabo del día.
Ella iba en dirección a Recogidas y él, San Antón abajo, pero cada mañana a la misma hora, a eso de las nueve y media, se cruzaban en la misma acera en la que estaba yo sentado. Donde esperaba que alguno de los transeúntes dejara algo en mi caja de cartón, o que alguna de las feligresas de la iglesia, se apiadara de mi indigencia, y dejara caer los céntimos que les sobraban, con los que comprar algo para llevarme yo a la boca, y por qué no decirlo, para algún cartón de vino barato, pero que alivia igual que los otros la sordidez de mi vida.
Nunca se  miraban, ella se ponía a ojear el bolso buscando algo y él parecía interesarse en su periódico, y cuando había una distancia entre ellos suficiente, levantaban súbitamente las cabezas de sus quehaceres improvisados para volver de nuevo a la calle.
Un día frío del mes de Diciembre, de esos que en Granada te calan hasta los huesos y se te hiela el aliento; yo  estaba en el mismo sitio de siempre, pero un poco más hablador que de costumbre. En vez de estar en mi cartón en el suelo, porque era imposible estar quieto del frío,  me encontraba dando pasos de un lado a otro delante de la puerta de la iglesia convento.
-Niña, ¿tienes una “limosnica” para este pobre? Abuela, déme usted algo. ¡Señora, algo suelto tiene, seguro…!
Andaba y parloteaba a la vez en la mitad de la acera, para no congelarme por las temperaturas tan bajas. Ese día los dos fueron a echar unas monedas a mi mano a la vez, ella levantó la vista y al verlo dijo con una voz seca y quebrada:
-¡Hola Paco! ¿Cómo estás?
-Bien, ¿y tu?- dijo él.
Sus voces, temblorosas se aquietaban en sus gargantas, y se helaban sus miradas y no por el frío de la escarcha de la mañana. Ella quitó su mano y la escondió rápidamente en el bolsillo de su gabardina como si quisiera protegerse.
-¿Todos bien?- balbuceó ella.
-Si –contestó el hombre, con la mirada fija en el escaparate de la floristería de enfrente.
Yo, en medio de los dos sin saber qué hacer ni qué decir, para romper ese hielo esa indiferencia; ¡ojalá hubiera tenido alas como Ícaro! y solo acerté a decir:
-Maestro, hace frío con ganas hoy, si señor, mucho- y como si de un encanto se tratase  diluyó  aquella tensión y cada uno tiró para su lado de la calle y yo respiré tranquilo.
Todos los días eran iguales. Se acercaba la Navidad y todas las calles del centro lucían espléndidas, llenas de pascueros, amarillos, rojos, luces de colores colgaban de entre los balcones de los edificios. Era martes, lo recuerdo con claridad, porque era festivo  y había misa de diez, ese día ella venía desde lejos buscándolo con la mirada entre los viandantes; hasta que lo encontró, cuando estaba a unos pasos de mí, y pude oír la conversación.
-Paco, buenos días, ¿cómo estás?
-Bien- dijo él en tono áspero.
- No crees que ya es hora de que dejemos atrás el pasado, nuestras diferencias- dijo ella- Mamá nos necesita a todos.
-La verdad, sí…son ya muchos años, pero hay mucho rencor…-contestó, sin apartar la mirada del suelo, titubeante.
El asintió con la mirada y siguió su camino sin decir ni una palabra.
Siempre pensé que habían sido pareja por esa forma de  mirarse de reojo sin que el otro se diese cuenta. En ese momento me puse a llorar, pero nadie se fija en un vagabundo que llora. Me senté en el suelo, justo en el tranco del pórtico de la Iglesia y tapé  mis lágrimas con mis manos enrojecidas por el frío.
-¿Se preguntará usted por qué?-hizo una pausa en la que se encendió un cigarro-¿por qué yo que minutos antes estaba bien, al ver a esos dos extraños de los que no sabía nada; lloré por lo que les escuché decir?-El interno hizo una pausa, esperando una respuesta.
El seminarista lo miró con cara expectante, y con las manos le indicó que siguiese hablando. El pobre no podía articular palabra, ¿qué tendría qué ver esa rocambolesca historia?
-Me acordé de Paula, mi única hermana y amiga. Murió por mi culpa, yo debí conducir esa noche, ella había bebido demasiado. Festejábamos que habíamos acabado la carrera de Matemáticas. Se saltó un semáforo y lo demás se lo puede imaginar…
Mis padres, en vez de apoyarse en mí me culparon de todo,  de que yo la incitaba a cosas que no debía y en su locura mi padre un día me echó de casa. La calle no es buena, se engancha uno a muchas cosas…-las lágrimas rodaban por su cara- nunca he vuelto a saber de ellos, ni siquiera sé si viven.
Agustín también secó sus lágrimas, encendió otro cigarrillo. No sabía si hablar o callarse. El sabía lo que eran las drogas, alguien lo cogió a tiempo, confió en él y lo rehabilitó, y por eso ahora Agustín quería  estar al lado de los necesitados.
Fin.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Realidad Poliédrica


    La altivez con la que me miraba Marta cuando éramos niños siempre hirió mi amor propio. Cada vez que acompañaba a mi madre a casa de los Sres. Pérez cuando les llevaba la cesta con la ropa planchada y algunas cosas que ella les cosía; percibía un escalofrío que me recorría todo el cuerpo con la mirada de esa niña insidiosa que me hacía sentir inferior. Ella se pavoneaba con sus vestidos de niña rica llenos de lazos y volantes; mientras esperábamos que el ama de llaves  nos diese el siguiente encargo semanal.
    Yo, que no me he arrugado nunca ante nada y menos delante de una mujer; me crecía dentro de mis ropas desgastadas y modestas, mirándola por el rabillo del ojo y le hacía burlas mientras ella se encaprichaba por algo que su niñera al instante debía de darle; una mujer joven de aspecto mustio que apenas hablaba con nadie -no sé si por timidez o debido a su juventud, apenas tendría cinco o seis años más que Marta-.
    Han pasado los años, y aún sigo sintiendo cuando me cruzo con Marta esa sensación de inferioridad al dedicarme ella una de sus miradas de arriba abajo. A veces me da la sensación de que ella quiere hablarme, sin embargo, yo levanto mi cabeza con altivez y lo único que hago es un leve gesto con las cejas a modo de saludo; pues gracias a los esfuerzos de mi madre conseguí con los años no ser solo “Tomasito” el hijo de la planchadora, sino don Tomás el maestro del pueblo.
    Cada día cuando acaban las clases, ella viene a recoger a su hijo al colegio conduciendo su coche sin su chofer; me parece extraño pues bien podría venir  Amparo, “la mudita” -conocida así en el pueblo porque con solo mirar a los ojos a su pequeña Marta sabía perfectamente lo que quería, y nunca hablaba de lo que pasaba en casa de sus patronos- que al pasar de los años, se convirtió en una  buena moza pero que no consiguió novio y aún sigue en la casona familiar.
    Yo la observo desde lejos tras los cristales de mi aula. No quiero reconocerlo, pero creo que he estado enamorado de ella desde que era un crío; por eso prefería acompañar a mi madre cuando iba a su casa en vez de quedarme con los demás chiquillos jugando en la calle, a sabiendas del mal rato que pasaría.  Me doy cuenta que he vivido toda mi vida en una mentira, obcecado en esa imagen de mi infancia que me ha llevado a querer obviar a todas las mujeres que se me han acercado y que no han sido pocas. En todas encontraba algún inconveniente, vivían lejos, no querían vivir en un pueblecito  o simplemente eran insulsas. Mi madre siempre me decía: “Tomas, hijo mío, ¿Cuándo te vas a buscar una novia con la que formar una familia?” y mi única respuesta era “un día de estos madre”, y agarraba mi viejo portafolios de piel y salía de la casa con una sonrisa en la boca y un beso al aire para mi madre.  También he aguantado murmuraciones acerca de mi hombría por seguir soltero a mis años. Tengo el arquetipo de Marta en mi mente y sin darme cuenta he ido fijándome en ella y construyéndome mi propia realidad poliédrica, y en cada cara una visión diferente de la vida.
    Después de tanto tiempo aún no ha perdido ese porte que tenía de niña, su petulancia se ha visto mermada por las circunstancias que la rodean. El exquisito marido que le buscó su padre, se ha encargado de dilapidar la fortuna de la familia en negocios turbios y en casas de mala reputación. No es que me alegre de eso, al contrario; parecía un corderito manso el día de la boda y mientras todos les mirábamos, él preso del nerviosismo propio del acontecimiento y de verse en un pueblo que no era el suyo, no hacía nada más que tirarse de su pulcro chaqué. Ella, ufana e inocente de lo que se le venía encima, sonreía a todos los que  mirábamos pasar el cortejo por la arteria principal  del pueblo en dirección a la iglesia. Entre ellos yo, que veía como  ella se alejaba cada vez más de mí de lo que toda la vida lo había estado, si es que en algún momento  estuvo a mi lado.
    Muchas veces Marta venía al colegio con gafas de sol, a pesar de ser un día lluvioso, unas enormes gafas que ocultaban su rostro que se iba ajando con los años y se veía deslucida a pesar de ser una mujer todavía joven. Cuando llegaba la primavera y las demás madres acortaban las mangas de sus ropas y la tela de sus faldas, ella seguía tapada hasta los puños y los pies. El rictus de su cara siempre era el mismo, solo le salía una sonrisa franca cuando abrazaba a su hijo en las puertas de la escuela. Ahí sí que se le veía feliz. Era como si el mundo entero se iluminara y no existiera nadie nada más que ella y su pequeño Nicolás.
    Hoy no ha venido el niño al colegio, algo extraño ha debido de ocurrir, pues es un niño con una salud de hierro. Hoy me quedaré sin verla aunque sea de lejos. Cogeré mis cosas y me marcharé a casa pues mi madre, anciana ya, debe de estar poniendo la mesa y hasta que yo no llego ella tampoco almuerza.
   -¿Sabes lo que ha pasado hijo? Una desgracia, hijo, una desgracia. Anoche, al marido de la señora Marta Pérez, de mi “Martita” que la he visto crecer desde pequeña…
   -¿Anoche qué mamá, anoche qué?- la curiosidad me comía por dentro, sentí que algo malo había ocurrido.
   -Pues eso, que anoche en uno de esos sitios a los que va se ve que estaba más bebido de lo normal y en una pelea y tras apostarse todo al póker,  cayó al suelo y se golpeó la cabeza
   - ¿Y qué pasó?- le espeté a mi madre casi gritándole.
   -Pues que se dio un mal golpe y que lo han llevado muerto a su casa.       
    Salí corriendo sin comer y tirando el portafolio al suelo. Mi único interés era llegar a la casa de Marta, sabía que mi presencia de nada serviría pero había algo que me empujaba a ir.
La viuda estaba compungida al lado del ataúd de su esposo, vestida de negro riguroso con medias y pañuelo negro a pesar de alcanzar en el patio de la casa los treinta grados a la sombra de aquel mes de mayo que se presentaba más caluroso de lo habitual, y secaba sus lágrimas con tanto entusiasmo que no dejaban de mirarla los allí presentes uniéndose en su dolor.
Me quedé parado, viendo toda la escena, no podía acercarme a ella, había demasiada gente a su alrededor. No era el momento. Tal vez al día siguiente, en el cementerio podría darle mis condolencias.
Una vez el cuerpo del difunto fue sepultado y todos se iban marchando del cementerio. Ella permanecía allí, en frente de la tumba, con su inseparable niñera. No dejaba de llorar, pero en sus ojos se percibía un brillo diferente. Yo esperaba el momento de acercarme para darle mis condolencias; cuando antes de poner mi mano sobre su hombro pude escuchar lo que le decía “la mudita”
-No llores más mi niña, que no lo merece, ¿no te acuerdas de cuando te daba los correazos?
Se me cayó el mundo entero a los pies y sin decir nada salí de aquél cementerio.

sábado, 22 de octubre de 2011

La Mentira


  Angélica cogió una copa de vino, y la miró detenidamente. Trataba de buscar en ella algo que la reviviera en ese instante. No había nada que la hiciera reaccionar, se sentía perdida. Una mentira piadosa había sido la culpable de todo lo que le estaba pasando ese día. Por mucho que ella le había dicho, no era suficiente para que Alberto la perdonase. Ya no confiaba en ella. Se había roto la magia; ese hilo invisible que los unía, y que por muchas vueltas que diera la vida, por muchos nudos que se le hicieran jamás se partiría. Cerró los ojos, como queriendo borrar todo lo que vivió, la imagen de Alberto enfadado, gritando mientras cogía sus cosas. Aún resonaba en sus oídos el golpe de la puerta cuando éste salió de casa.
   Ella seguía mirando la copa de vino tinto, rojo como la sangre. La suya le hervía en las venas después de toda la ofuscación. En el otro lado de la mesa estaba la copa de Alberto, sola en una esquina al lado de la botella. Una  botella de vino tinto, que pretendía ser el elixir de una noche de amor, una noche que la desventura tornó en desidia. Alberto se sintió engañado, ninguneado cómo si Angélica hubiera estado jugando a dobles con él y con su ex pareja.
  Cogió la copa de vino, y después de secarse las lágrimas, la llevó a sus labios y bebió. Luego, levantó la copa y la miró para ver los destellos granates, olió el aroma intenso afrutado y con un toque de vainilla. Volvió a beber, era fresco, ligero y con la acidez justa. Se sintió aliviada, al menos sus nervios se relajaron un poco; el vino le ayudó a aguantar el envite del llanto. Se dejó caer en el sillón, en silencio, con la mirada perdida en ninguna parte. Sus pensamientos alborotados, como también lo estaba el salón. Por más que se preguntaba a sí misma, no entendía cómo había acabado la noche así. Cada uno por un lado y la mesa puesta con las copas de vino que eran los únicos testigos de lo que allí había pasado. Dos copas tulipas, que parecían que se reían burlonas de toda la escena. Nunca imaginó que acabaran las cosas así, era la única persona que de verdad le había interesado en la vida. La única que le había enseñado lo que significaba que la quisieran. El único hombre con él que la palabra amor tenía significado. Por no hacerle daño, retrasó contarle una cosa, y fue su perdición, el creía que otras veces también le había mentido.  El llanto acampó de nuevo por el rostro de Angélica, entre suspiros y sollozos se quedó dormida con las primeras auras del día.
   La cerradura de la puerta crujió con el giro de la llave desde el exterior. Alberto llegó a la casa y se encontró todo tal y como la noche anterior se había quedado. Lo único diferente era la botella de vino ya vacía, tirada en el suelo junto al sillón donde dormía Angélica. Su copa de vino, estaba intacta en el mismo sitio donde la puso la noche pasada. Corrió las cortinas y se sentó en el sillón situado al lado del que ocupaba Angélica. En silencio esperó que ella se despertara, sin decir ni una palabra. Un mal entendido no podía acabar con cuatro años de amor, él no la quería perder.
  Los rayos del sol entraban por la ventana, acariciaban la cara de Angélica haciéndola si cabe más hermosa a los ojos de él. Despertó y lo vio sentado en frente de ella, no supo qué decir. Alberto se levantó y la cogió por sorpresa de la cara, y la besó en los labios y luego en la frente.

jueves, 20 de octubre de 2011

¿Qué sabe nadie?


Suena con insistencia el teléfono y, desde la cocina pienso en coger el inalámbrico. No, mejor el fijo, está medio estropeado y no voy a escuchar con claridad lo que me va a decir el que está llamando. Me dirijo a la consola donde reposa el aparato y a cada paso el sonido se  hace más intenso y ensordecedor. Tengo que bajar el timbre, no soporto este estruendo. Mañana, aún me quedan muchas mañanas para ir terminando las cosas…
Levanto el auricular con cierta reticencia al ver que el número del  que proviene la llamada no lo conozco.
-Dígame.
-¡Buenas tardes!, ¿le puedo hacer una pequeña encuesta?
La voz amable pero un poco aflautada corresponde a un hombre que se identifica como perteneciente a una empresa dedicada a encuestas telefónicas. Después de una serie de frases que ni siquiera escucho, cuando casi estoy a punto de colgarle el teléfono me dice que la encuesta es de política. No es que me guste, pero accedo a contestar pidiéndole antes que sea un poco escueto, puesto que no son horas para andar perdiendo el tiempo, ya que mi hijo está a punto de llegar del colegio.
-¿A quién va a votar el 20 de Noviembre?
-Señor, ni siquiera lo se todavía, y aunque lo supiera no se lo voy a decir.
-¿No?, pregunta extrañada la voz. ¿Por qué no?
-Porque el voto es secreto. Es lo único que nos garantizan que todavía es confidencial en este país. Acostumbrados a que alguien haga  o diga algo en la televisión, como para que todos se unan al carro del famoseo oportunista en cualquier ámbito.
-¿Derecha o Izquierda?
-Si le contesto a eso, le estoy diciendo al partido a que voy a votar. No hay demasiado donde elegir. Sea un poco más agudo.
-A quién no va a votar?-dice mientras suena una carjacaja escéptica, ¿ó tampoco me lo va a decir?
-Eso sí que lo tengo claro, no voy a votar a quienes extorsionan con asesinatos.
-¿Crees que lo peor ha pasado?
-No, está por llegar. O se cambia el sistema económico o iremos al traste del todo. Hay que reforzar a la persona, al individuo, no a la empresa ni a los bancos.
-Entonces, ¿usted votará a la izquierda?
-No, ya le he dicho que no se lo diré, que es lo único que me queda como ente, la posibilidad de elegir; en un país donde se van recortando todo los derechos adquiridos durante años por nuestros padres.
¿Trabaja?
-Sí, en uno de los pocos trabajos que se están manteniendo, que no tienen pérdidas de empleo.
-Dígame cuál- me inquiere la voz.
-Soy médico de urgencias, enfermera, niñera, cocinera, limpiadora, asesora económica, personal shopper.
-¿Se está riendo de mí?
-No, para nada, ese es mi trabajo: soy ama de casa, donde no libramos ningún día; los festivos tenemos más trabajo. No puedes causar baja por enfermedad, no tenemos los derechos de otros colectivos. Y encima, somos el último peldaño de la sociedad, nos llaman histéricas, marujas y desocupadas.
¿Quién cree que va a ganar las elecciones?
-El pueblo seguro que no, los millones de parados seguro que no, los indignados tampoco. Probablemente gane un partido político, da lo mismo el color del ganador; al final de mes ganaran su sueldo. Produzcan más o menos, entienda eso de producir como hacer por el pueblo, que son la empresa para las que ellos trabajan. Se les olvida que ellos están porque la inmensa mayoría de la gente quiere. Aunque el poder vuelve villanos a los buenos, y a los tontos malvados. Ahora si me disculpa, voy a la  cocina que se me queman las lentejas- Colgué el auricular del teléfono y me sentí como el perro al que le quitan las pulgas. Puede que no sirva de nada todo lo que le he dicho a este hombre, pero, ¿qué sabe nadie?

miércoles, 19 de octubre de 2011

El CORRAL DE CONCEJO


   Braulio cerró la ventana de su habitación de un golpe seco, estaba desvencijada, y a veces se atascaba. Hasta ese momento el olor que se percibía dentro de ella era a limpio, al fresco de las últimas noches de primavera y la brisilla que penetraba dentro de ella llevaba los aromas de azahar de los naranjos del patio y de un inmenso galán de noche. Afuera el croar de las ranas de la alberca grande era el único ruido que se podía percibir. En el silencio los cánticos amorosos de los batracios eran el coro de fondo con el que los vecinos se dormían cada noche.
   Se quitó la ropa y la dejó caer encima de una vieja silla de anea que junto a un catre y una cómoda era todo el mobiliario de la pequeña habitación donde dormía. Una foto de Emilia, su esposa, junto con un florero con una rosa eran todos los adornos que había en ese humilde cuarto.
   Después de mirar largamente la cara de ángel que tenía su mujer en aquella foto color sepia carcomida por la vida misma se metió en la cama, no sin antes acomodar la borra de la que estaba rellena el colchón. Se hizo un hueco en el centro donde se arrellanó placidamente.
   Para ese entonces el olor a alcohol mezclado con el de los animales que él cuidada a diario en El Corral de Concejo, inundaba ya toda la habitación haciéndola irrespirable para cualquier persona del común de los mortales. Las paredes encaladas y desconchadas, llenas de humedad por el techo, pedían a gritos una limpieza. Pero el pobre Braulio vivía solo. Su mujer hacía años que había fallecido y sus dos hijos marcharon a hacer las Américas. En el pueblo la única prosperidad que había pasaba por las manos del señor que más tierra tenía, el cuál se servía de eso y su caciquismo era total. Hasta el punto de llegar a exigir en prenda a la mujer de algún jornalero, si la moza estaba de buen ver, a cambio de unas peonadas en sus campos.
   La vida para Braulio desde que aceptó de manos del cacique, el puesto de guarda del Corral era cada día igual. Al primer canto de los gallos estaba levantado y tras lavarse la cara en una palangana y vestirse, se peinaba frente a un pequeño espejo enmohecido por los bordes y que apenas le dejaba ver su cara curtida por los años al sol del campo. Se afeitaba con una navaja y mientras se decía para sí mismo “Ay Braulio, que pocas mañanas te quedan ya… cualquier día de estos amaneces más tieso que el cordobán…” Cada arruga tenía un significado y cada marca un recuerdo especial, como la que le partía la ceja derecha de sus tiempos de milicia en la Guerra de África. En ella se tiró los siete años que duró su servicio militar.
   Después de un café de cebada con leche y sopas de pan se marchaba al Corral donde estaba todo el día al cuidado de los animales que allí estaban porque sus dueños no tenían espacio en la casa y de otros que se escapaban de las fincas y acababan perdiéndose y los llevaban allí puesto que ese sitio era un Corral comunal.
   Cada mañana sin falta pasaban por la calle en dirección al colegio un grupo de niños. Braulio se asomaba por un pequeño ventanuco y les sonreía mientras pensaba “Pobres niños, ¿qué tendrán que hacer esas manecitas para vivir cuando sean mayores?”. Los niños ufanos a todo iban cantando una cancioncilla:
              “Pasaron mil días en el calendario, y un día en  un yate llegó un millonario”.

   -¡Buenos días chiquillos! Cada día cantáis algo nuevo- les dijo sonriendo.
   -¡Buenos días Braulio! ¿Podemos asomarnos a ver a los animales?-le dijo Tomas el hijo de la lavandera.
   -Pero “tomasín” que vas a ir oliendo a cabras al colegio y la maestra doña Pura es muy tiquismiquis.
   -Anda Braulio, ¡Por favor, déjanos entrar!- insistió Tomás.
   Braulio que a pesar de parecer un hombre tosco y huraño, con los niños se le hacía el corazón añicos y les dejó entrar a todos: Tomás el primero, por supuesto; la pequeña Amalia y su primo José, el hijo del practicante del pueblo. La única que no entró fue Marta Pérez que se quedó en la puerta con cara de asco, y dándole tirones de la mano a una muchacha de unos dieciséis años, tan linda como tímida,  que según habían comentado en el pueblo, había venido de una pedanía cercana para ser dama de compañía de la niña que era hija única.
   -¡Vamos niños! Que me alborotáis el corral con lo tranquilo que está hoy. Además la señora doña Pura se va a enfadar con vosotros y de paso conmigo.
   Todos salieron corriendo, limpiándose los unos a los otros las telarañas del corral y entre sonrisas y gritos Braulio vio como trasponían la calle y él se metió de nuevo. Dentro de él sabía como iría el día y como acabaría, lo mismo de siempre: el trabajo, esperar carta de los hijos, y al atardecer ir a matar su soledad con unos tragos de aguardiente a la taberna del Tirso.

lunes, 17 de octubre de 2011

Mañana de San Juan

Este es mi primer relato, y mi primer premio también. Espero que os guste. Está publicado en la Biblioteca de Dúrcal desde entonces.

MAÑANA DE SAN JUAN


 Cada noche, antes de dormirse, Amalia realizaba el mismo ritual. Una vez en la cama, rezaba a sus santos y le hacía una pequeña oración a las ánimas benditas; para que la despertaran pero sin asustarla por la  mañana. Era una costumbre que había cogido sin darse ni cuenta desde que era una niña. Esa mañana escuchó un pajarito cantar, y el canto suave la despertó. Encendió la lamparilla, y vio que el viejo reloj que había encima de la mesita iba a dar casi las seis de la mañana. Aún no clareaba el día. Agarró su ropa y salió despacio del dormitorio para no despertar a Mariano, su marido.
 Después de asearse en el cuarto de baño, se recogió  su pelo ensortijado y canoso en un moño bajo y se vistió. Puso en la hornilla, un poco de leche a calentar en un cazo de porcelana desconchado por los años, mientras se preparaba la talega que se llevaría al campo ese día. En ella metió un trozo de pan y un poco de queso que le servirían de almuerzo a media mañana.
 Era la época de la siega, y el día anterior estuvo con su marido segando los últimos bancales de habas, en uno de los campos que años atrás había heredado de sus padres.
Amalia no quiso despertar a su marido, estaba delicado y tenía una reunión a las diez de la mañana en la Comunidad de Regantes, para establecer los turnos de riego de los campos. El verano había llegado y las mermas de agua en las acequias se hacían notar.
 Amalia, ese día tenía prisa en llegar al campo; quería ver la rueda de Santa Catalina, como tantas veces la había visto desde que era niña con sus padres, cuando los acompañaba al sembrado. Tras el solsticio de verano, llegó la noche de San Juan, y por la mañana del día veinticuatro, en el sol se veía como si una rueda girase dentro de él y por nada del mundo quería perderse ese momento mágico, que tantos recuerdos le traía. Ilusionada, deseaba meter sus toscas manos en el rocío de la mañana; que según las leyendas curaba múltiples enfermedades y hacía hermosa y joven a quien se embadurnara con él.
 Llegó exhausta a la finca, después de subir la cuesta empinada y larga que la separaba del pueblo. Era consciente de sus muchos años y de que estaba muy oronda, para realizar ya esas tareas en el campo; pero también el pobre Mariano era bastante mayor que ella y la fatalidad quiso que su único hijo, muriese con solo dos años de unas fiebres. Nunca más tuvo hijos, y este nació cuando ella tenía casi los cuarenta años. No le quedaba más remedio que ayudar en lo que podía a su marido.
 Se sentó debajo de una higuera que había en un lado del terreno.
Todo sembrado de gavillas de matas de habas secas; para serenarse un poco antes de comenzar a llevarlas a la era, donde otro día serían trilladas. Acomodando su espalda sobre el tronco, se puso a contemplar el baile del sol que ya había salido del todo.
 El viento mecía suavemente las hojas de la higuera y acariciaba su cara; cerró los ojos y la nostalgia de la juventud la llenó de recuerdos de otras mañanas, en las que como en esa todas las muchachas iban al campo, al río  o a las fuentes, y la noche anterior  los muchachos colgaban ramas en las puertas de las mozas que pretendían, de diferentes árboles según sus intenciones; toda esa remembranza hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas. Se acordó de José, un novio que tuvo muchos años antes de casarse con Mariano.
Aún podía recordar el último beso que le dio José, sentados en el banco de la plaza de la iglesia el día de las fiestas patronales, después de que le diera una fotografía que se había hecho el día anterior, y que él guardó como el más preciado de sus tesoros. En un descuido la cogió de las manos y, acercándola hasta su pecho, le puso dulcemente los labios sobre su frente, luego la miró a los ojos y le dijo que era la chica más guapa de toda la plaza, y que quería casarse con ella. Amalia se sonrojó y bajó la mirada con una tierna sonrisa dibujada en su cara casi angelical. Apenas tenía dieciocho años y José era el primer hombre del que se había enamorado. Era el hijo de una prima de su padre, el mayor de los tres varones, luego estaba Margarita, la pequeña de la familia y su mejor amiga desde la infancia. Amalia vio desde niña a José cuando iba a visitar a su prima a su casa, y entre risas y juegos sin malicia, fue creciendo a la par que ella lo hacía, algo que cuando llegó a la adolescencia se dio cuenta de que no era el amor filial que le tenía a los otros hermanos de Margarita, era diferente; se sonrojaba cuando la miraba a los ojos directamente, y cuando le dirigía algún cumplido. Llegando incluso, a sentir un cosquilleo en el estómago cuando se cruzaba con él, o cuando le hablaba más de dos frases seguidas estando a solas.  José tenía los veintitrés recién cumplidos. Estaba en la edad de formar una familia propia, de buscar una novia, y después de un tiempo de noviazgo no demasiado largo, casarse. Amalia era la chica ideal, de buena familia, su mocedad aseguraba aún más su castidad, y era muy guapa. Sólo que por ser primos segundos, tendrían que  pedir “dispensa papal” para poder casarse, pero eso no era ningún inconveniente. Sin embargo, todo se truncó.
Corría el mes de septiembre de 1937, apenas las luces del día se habían extinguido cuando dos golpes secos se escucharon en la puerta principal de la casa de don Jaime, el practicante del pueblo, un hombre de buena estirpe y que no se metía en nada, solo su trabajo y su familia eran lo único que le importaba. Don Jaime era un hombre muy querido en todo el pueblo, fervoroso cristiano que iba a misa cada domingo y fiestas de guardar como mandaban los preceptos. Lo único que desentonaba en aquella casa era el carácter izquierdista de su hijo mayor José, que más de un quebradero de cabeza le había dado al padre; por meterse donde no le llamaban como constantemente le decía su madre.
-¿Está José?- dijo el más alto de los dos hombres vestidos de negro que estaban franqueando la puerta de la casa.
-Buenas noches, sí si está- dijo Amparo su madre, pensando que serían amigos de él.
Sin mediar palabra entraron los dos hombres a la casa del practicante; mientras los que les acompañaban esperaban fuera armados, rebuscaron por todas las habitaciones de la primera planta, entre gritos y quejidos de uno y otro lado. Las voces le llegaban a José que estaba en la terraza intentando huir por los tejados, pero no tuvo oportunidad de escapar. Lo cogieron por los brazos y lo tiraron al suelo, allí le ataron las manos a la espalda, su madre no dejaba de gritar, sus hermanos también; Margarita era la única que asistía impávida y en silencio a toda aquella escena.
-¿Dónde lo llevan?- gritó su madre aterrorizada.
-Donde debe de estar- dijo uno de los hombres cuando salían de la casa llevándose a la fuerza a José- Así aprenderá a estar callado.
Toda la familia asistió a la detención del hijo mayor, y vieron como lo montaban en un camión que había al final de la calle; el destino era predecible…
La noche fue muy larga, y los días restantes también. La alegría de aquella familia se convirtió en un luto que duró a sus padres hasta que murieron. Amalia cuando supo todo lo sucedido entró en una profunda depresión.
Con el paso de los años aquella pena se fue atenuando y estaba próxima a cumplir los treinta y cinco años cuando accedió al noviazgo con Mariano. Un hombre soltero del pueblo, unos años mayor que ella, aunque era dechado de virtudes y que llevaba muchos años enamorado de Amalia. Mariano convino con los padres de Amalia la boda si ella estaba de acuerdo, claro. Y tras un noviazgo corto, pues los años apremiaban para los dos si querían tener hijos se casaron una mañana del mes de mayo a las diez de la mañana en la iglesia del pueblo, junto con algunos de sus familiares y amigos. La celebración de la boda fue sencilla, como se llevaba en aquella época, una comida familiar. Esa misma noche se fueron de viaje de novios unos días a Madrid y después a Toledo. De regreso le esperaba su nueva casa y su vida aunque cómoda al principio, no estuvo exenta de algunos sacrificios con su marido.
 Amalia secó sus lágrimas con el dorso de su mano y una vez que se serenó, apartó la mirada del sol y comenzó a cargar los haces a la espalda, y, despacio los iba llevando uno a uno hasta la era que estaba contigua a la finca.
La mañana que amaneció fresca se tornó soleada; el calor alrededor de la una del mediodía era el indicativo de que Amalia tenía que volver a casa, pues ya no era posible estar más tiempo en el campo. Agarró sus cosas, y empezó el camino de vuelta, con un sol de justicia que le quemaba por encima de sus ropas. Se quitó el pañuelo negro que siempre llevaba puesto desde lo de su hijo, con la intención de agitarlo para hacerse aire.
 Se sentía cansada, muy mareada con ganas de vomitar y calambres en ambas piernas, que ella achacó al duro trabajo realizado y a que con las prisas no se tomó sus pastillas para la diabetes. Destapó su cantimplora de agua, pero no le quedaba nada. Iba andando por el camino, que cada vez se le hacía más largo, la boca la tenía seca como la tierra de los campos. Cada cinco o seis pasos se paraba a descansar, dejándose caer en una orilla del camino. Apenas corría una brisilla caliente que lejos de refrescarla, la achicharraba más. Cada vez se sentía más débil, la cabeza le estallaba. Amalia pensó que nunca llegaría a su casa. Ya en el pueblo, se acercó a la fuente de piedra de la que manaba un pequeño hilito de agua, mojó su pañuelo y lo acercó a su cara para recuperar el aliento, metió las manos y se echó puñados de agua para aliviarse por encima, en su pelo, detrás del cuello, y se colocó el trapo chorreando de agua en la cabeza. Bebió agua para calmar su sed. Aquello pareció aliviarla un poco, justo lo que necesitaba para llegar hasta su fresca casa. Unos pocos metros la separaban del portón de su vivienda cuando Amalia no pudo más, y cayó al suelo  debido a una insolación ante la mirada atónita de sus vecinas. Todas acudieron en su auxilio. La levantaron del suelo como pudieron, afortunadamente pasaba en ese instante un muchacho que ayudó a las vecinas a llevar a Amalia hasta su casa. En su casa estaba Mariano que hacía poco rato que había llegado de su reunión.
El joven les dijo que le pusieran toallas de agua fresca, que trajeran abanicos. Había su sufrido un golpe de calor, lo importante ahora era refrescarla lo antes posible, darle líquidos a temperatura ambiente y con un poco de sal para hidratarla, jamás agua fría ni frotes con alcohol.
-Mariano rápido llama al médico- le dijo la vecina mientras le quitaba la ropa y la sentaba en un sillón con la cabeza alta.
Amalia empezaba a recobrar la consciencia y se quedo más blanca si cabe al ver al joven.
-¿José?- murmuró
Todos se quedaron un poco sorprendidos, -¿quién es José?- dijeron.
-José me estoy muriendo, ¿Has venido a por mi?- decía Amalia mirando al joven.
El desconcierto era la tónica de todos los allí presentes. Mariano entró al salón acompañado del médico en esos instantes.
- Lo primero ponerla fresca, ya veo que lo habéis hecho. Hacerle un litro de agua con una cucharada de sal- dijo el médico.
-Si, este muchacho nos ha dicho eso don Roberto- dijo la vecina.
-Amalia ¿te notas calambres?
-No… bueno si, ¿Pero que hace José aquí?- balbució Amalia.
-Lleva todo el rato diciendo eso don Roberto- apostilló la otra vecina.
-Es normal puede tener alucinaciones, esta en estado de shock  debido al calor. Me quedaré aquí contigo un ratito, a ver si mejoras- dijo el médico- vosotras podéis iros a casa, menos mal que no le ha pillado sola. Te tengo dicho Amalia que estás muy mayor para ir al campo y que tienes muchos problemas de salud que te tienes que cuidar….
Todos salieron de la casa, las vecinas y el joven. En la calle el muchacho les preguntó  a las vecinas si sabían donde vivía Margarita Montilla.
- Margarita se fue cuando se casó a Cáceres con su marido. Hace muchos años de eso ya, sabe Dios si todavía vivirá…-dijo una de las vecinas.
-¿Y no hay nadie de su familia en el pueblo ya?
-Pues sí, la pobre Amalia es prima suya. La que acabamos de recoger en la calle. ¡Con estos calores nos va a dar algo Dios mío! Y eso que todavía no ha llegado el mes de agosto- exclamó la anciana.
-Gracias- dijo dándose la vuelta y volviendo a tocar en casa de Amalia.
-¿Puedo entrar?- dijo el joven con un pie puesto en el tranco de entrada, que hacía ver que tenía intención de adentrarse de nuevo en la vivienda.
- Sí, si pase usted- contestó Mariano un poco sorprendido por la presencia de nuevo de aquel extraño en su casa.
-Discúlpenme, estoy buscando a Margarita Montilla, que es mi tía y su vecina me ha dicho que su esposa es prima de mi tía- dijo el joven mientras se sentaba en una silla contigua al sillón donde Amalia permanecía aún, visiblemente recuperada.
-Don Roberto, muchas gracias por venir,- dijo Mariano mientras hacía el gesto de acompañar al médico hasta la puerta- menos mal que se ha recuperado pronto y no la hemos tenido que llevar al hospital.
El silencio se hizo en la habitación. A Amalia  le latía de nuevo el corazón con fuerza.
-¿Y de quien es usted hijo?
- Yo soy nieto de un hermano de Margarita.
-¡Ah! - dijo Amalia- ¿y de quién?
-Bueno…Ya han pasado muchos años….Mi abuelo antes de morir, me dio una fotografía que había guardado toda su vida. Me pidió que viniera al pueblo y que buscara a ver si quedaba alguien de nuestra familia. Pensó que mi tía viviría todavía porque era la más joven de todos los hermanos….-el joven tragó saliva antes de seguir  hablando- me dijo que viniera a buscarla para que me conociera, pues mi madre murió hace unos años y era la única hija de mi abuelo. Yo soy hijo único, la única familia que me quedaba en mi tierra era mi abuelo.
-Madre mía, muchacho ¿Quién es tu abuelo?- dijo Amalia abriendo los ojos a la par que la boca.
-Mi abuelo murió en enero, y todo este  tiempo he estado dudando si debía venir o no venir. Mi abuelo era José….
- José… ¿Qué José?, el único hermano de Margarita que se llamaba así lo mataron en la guerra civil hace sesenta y cinco años. ¡No digas tonterías muchacho!
-No señora, no murió. Sé que es difícil de creer, pero mi abuelo no murió aquella noche. Los que lo mataron, o los que creían que lo habían matado solo lo hirieron de gravedad, pero no de muerte. El se quedó quieto entre todos los cuerpos tirados en aquel barranco. Aprovechó la confusión de los asesinos,  y muy despacio amparado en las sombras logró escapar. Se metió en una oquedad que había en la pared del barranco. No podía volver a la casa familiar, y se fue caminando de noche y escondiéndose de día. Así logró llegar a la frontera y escapó a otro país. Mi abuelo pensó que tal vez sería mejor para todos que lo creyeran muerto, aunque toda su vida tuvo deseos de volver a este pueblo- el joven metió la mano en su mochila y sacó una fotografía de su cartera con las esquinas rotas por los años y se la extendió a Amalia.
-Mi abuelo me hizo prometer que buscaría a esta mujer, la amó toda su vida. Me pidió que si estaba muerta le llevase flores a su tumba y que si no lo estaba, se la devolviera a ella.
-¡Dios mío!- gritó- Es imposible, soy yo. Es la foto que le di cuando él me pretendía- Amalia cogió la fotografía y la acercó a su pecho, se quedó muda y sus lágrimas brotaron de sus ojos y las dejó correr por sus mejillas como si fuese la lluvia que limpia el barro después de una gran tormenta.
Amalia le dio la vuelta a la fotografía y detrás de ella se podía leer:

           “Sin ti mi vida no ha tenido sentido”

El silencio se apoderó de toda la estancia y ninguno de los tres dijo nada más. Ya no era necesario, todo estaba dicho.



                                                  Fin

Un saludo

Hola!

Apenas llevo escribiendo un par de años y ahora me he animado a compartirlo con los demás. No me considero una escritora, sino una "plumilla" que con mucho tesón y esfuerzo aunando eso  con el tiempo venidero, sí que espero conseguirlo. 

De momento he conseguido varios premios literarios, el primero hace dos años justo cuando empecé a escribir en un certamen organizado en Dúrcal, a nivel provincial. Un tercer premio, en uno nacional y una Primera mención de honor en el mismo concurso pero en años diferentes. Este último ya con repercusión mundial. Se trata del concurso de relatos cortos "II Memorial Conrada Muñoz".

Me gustaría dar las gracias de antemano a todo aquél que tenga un ratito para leer lo que escribo, y, espero que sea una buena experiencia y no deis por perdido el tiempo empleado en leer lo que, humildemente, escribo desde este mi rincón y a partir de ahora el vuestro.

María Eva