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miércoles, 20 de febrero de 2013

Prevención de Suicidio



Con el siguiente relato conseguí la Primera Mención de Honor en el concurso de relatos cortos "II Memorial Conrada Muñoz" año 2011.  Espero que os guste.


Como si fuese un boomerang he entrado y salido de la prisión tres veces en los últimos dos años. Cada vez que estaba dentro me prometía a mi mismo que esa sería la definitiva, que pasara lo que pasara y aunque me ofrecieran la luna no me iba a meter más en líos. Algunos de mis compañeros siempre me dicen eso “de que vuelvo a casa” en cierto modo es así, a pesar de que no la he sentido nunca como mía; nací en la  cárcel de mujeres de Alcalá de Guadaíra cuando mi madre estaba presa.
Los primeros años de mi vida no era muy conciente de donde estaba, pasaba los días a rebufo de mi madre y de las demás internas que me tenían como su juguete. Mi madre entró en prisión por un delito de tráfico de drogas. Apenas tenía diecisiete cumplidos cuando una mañana se dio cuenta de que estaba embarazada. Tras comunicárselo a mis abuelos, éstos lo primero que hicieron fue ponerla de patitas en lo ancho y llano de la calle: “Vete, has deshonrado a tu familia” fue lo último que escuchó  cuando salía con sus escasas cosas y con la única preocupación en la mente de dónde pasar la noche. Tal vez con el sol de la mañana siguiente, y tras pasar la noche fuera de la casa, sus padres se compadecerían de ella y la  buscarían. Eso no ocurrió.
Mi abuelo, con cincuenta años, alcohólico y desesperado para ganar un jornal con el que alimentar al resto de sus hijos se le  vino el mundo encima al ver que su única hija, en la  que tenía todas sus expectativas puestas le había defraudado. Ahora sería la comidilla del barrio y todos tendrían alguien a quien criticar. Ya estaba él para eso y el resto de mis tíos, que según supe con los años tampoco andaban en buenos pasos.
El dueño de la pensión donde encontró el refugio que sus padres no le dieron,  se aprovechó de la cara de inocente de mi madre y la hizo que se metiera en el mundo del trapicheo. Nadie sospecharía de una adolescente con cara de niña. Mi padre la dejó tirada, no quiso saber nada de mí. Con los años ha querido buscarme pero ahora he sido yo el que ha  pasado de él. Si se hubiera portado como un hombre en su momento, tal vez mi vida y la de mi madre habría sido de otra forma. Ella no se habría visto abocada a ese inframundo que es la droga. Tanto va el cántaro a la fuente que al final acaba rompiéndose, no solo mercadeaba sino que acabó consumiendo su propia mierda. En pocos meses su vida cambió dando un giro de trescientos sesenta grados. Después de su primera condena, vinieron otras y yo me vi tutelado por la Junta y encerrado desde los cinco años en un colegio donde pasaban los días uno tras otro a la espera de que apareciese mi madre o alguna familia que me diera ese cariño del que yo tanto estaba falto. Fui viendo como entraban y salían otros niños, aprendiz de los mayores y maestro de los pequeños en las pequeñas travesuras  y tropelías que realizábamos en el colegio. De ellos aprendí lo que  serían los cimientos de mi persona.
A los catorce años volví con mi madre y al principio sí fue todo lo idílico que siempre me había imaginado en las noches largas de invierno cuando la desesperanza no me dejaba dormir y me abrazaba a la almohada llorando como lo que era, un ser indefenso y débil que no había pedido venir al mundo, y mucho menos en esas condiciones. Un año después ella empezó a salir con un hombre que había conocido estando en prisión por un programa de intercambio de amistad. Cuando Pablo, que así se llamaba, salió de Carabanchel se vino a Sevilla al pequeño bajo mohoso que teníamos alquilado en un barrio bastante conflictivo. Hasta ese momento todo iba bien, mi madre se había limpiado estando en el talego y trabajaba en la cocina de un bar. Después de todo volvíamos a ser una familia. Ambos estábamos reinsertados en la sociedad, solo teníamos que seguir viviendo.
 Nada más lejos de la realidad… Pablo nos hundió de nuevo en lo más misero del mundo: la droga; y lo peor de todo, es que me arrastró a mí también en esa vorágine en la  que se convirtió nuestra existencia desde que apareció por la puerta de casa. Tenía una mirada desconfiada, y una sonrisa llena de picardía que embaucaba hasta el más listo. Sin darnos cuenta mi madre y yo estábamos por los parques y las puertas de los colegios ofreciendo a los niños un poco de “chocolate” o de “maría”. Yo los enseñaba a liar los cigarros a los que no sabían y, poco a poco me fui haciendo un nutrido grupo de colegas a los que les metía el veneno en el cuerpo y ellos a cambio de un poco de “felicidad” me daban la pasta que costaba su pequeño viaje. Así de paso, me enganché yo también, primero a algo que me parecía inocente como son los porros para acabar con la dama blanca enredada en mis venas como si fuera parte de mi mismo.
Cuando tenía el  subidón de la dosis, creía que me iba a comer el mundo y no era muy consciente de distinguir lo que estaba bien de lo que no;  las malas compañías y estar en un sitio indebido en el momento inapropiado han hecho que el mundo me coma a mí. He venido de nuevo a la cárcel y esta vez por una larga temporada. Las condenas de antes eran tonterías comparadas con esta de homicidio. Algo de lo que me arrepiento muchísimo y que no soy consciente de haber cometido. Las pruebas me acusan a mí y hay testigos de ello. Así que ahora no me queda más remedio que afrontar todo lo que me venga encima. Pero estoy hecho polvo, mi autoestima es menor a la de un gusano que se arrastra por el suelo esperando que alguien pase por encima y lo pisotee aplastándolo contra el suelo mugriento y que  no quede de él nada más que una manchita recuerdo de su existencia.
Mientras, ahí fuera en la calle, el mundo está asistiendo a un parto. Sí un parto con contracciones agónicas para los más desfavorecidos que les provocan unos dolores que no son posibles de aguantar. Envites que da la vida y los pone como a mí de cara a la pared; metidos tras muros que los apartan de una sociedad que ya nos los quiere. Eso provoca que la delincuencia aumente, las cárceles se masifiquen; y sean incapaces de reeducar al preso por falta de personal. Sometidos a unos horarios, a unas normas de convivencia destinadas a hacernos que el regreso a la calle sea más fácil. Haciéndonos participes de nuestra reeducación en los módulos de respeto que deberían de ser obligatorios para todos los internos en vez de voluntarios. Se asemejan a una vida real donde la participación y organización es la base del respeto a los demás y a uno mismo.  Aunque el preso no tiene todo el seguimiento que debería tener una vez fuera de la tutela del Estado y por eso volvemos a caer como moscas a la miel.
  Mientras estamos entre rejas el mundo de fuera se ve lejos, es una realidad  paralela a la que vivimos imposible de alcanzar en mucho tiempo para la gran mayoría de los internos. Pero aquí dentro sufrimos la ausencia de la familia, de los amigos, nos privan de libertad pero tenemos acceso a la cultura, se puede estudiar para mejorar nuestra formación. Tal vez algún día esa mejora de nuestras capacidades laborales se vea recompensada con un trabajo en la calle en el mejor de los casos. Aunque afuera son muchos los que tienen que delinquir para seguir subsistiendo ya que el sistema económico está en entredicho y hace aguas por todos los lados y muchas familias se han visto de la noche a la mañana sin nada. Algunos, aquí dentro tienen trabajo en un destino remunerado  que les permite tener algo de dinero y no sentirse del todo un parásito de la sociedad. Aunque mucho de ese dinero va a parar a las manos de otros internos -los más avispados- que se dedican dentro en los patios a intimidar a los que somos más débiles y a seguir intoxicándonos con sustancias que por ley están prohibidas y aún más si cabe dentro de los establecimientos penitenciarios.
La noche ha llegado ya, siento un nervioso que me recorre todo el cuerpo. Es hora de tomar mi medicación. En la cama de abajo mi nuevo compañero –un interno de apoyo- está leyendo un libro que ha sacado de la biblioteca. Me ha dicho el titulo, pero ahora no lo recuerdo. Tiene que ser entretenido, apenas se mueve entre las sábanas, no se da cuenta de lo que hago. El silencio invade toda la celda, siento los  latidos de mi corazón cada vez más débiles, mucho más frío que hace unos instantes. Me voy a poner cómodo, con un gran esfuerzo consigo estirarme y taparme hasta el cuello. Se escucha el interfono, al otro lado el funcionario de guardia llama a mi compañero
-¡Buenas noches! Lozano ¿me escuchas?
-Sí
-¿Está tu  compañero bien?
-Sí, acabamos de hablar.
Mi compañero sigue leyendo y yo cierro los ojos e intento descansar de una vez y para siempre.