Con el siguiente relato conseguí la Primera Mención de Honor en el concurso de relatos cortos "II Memorial Conrada Muñoz" año 2011. Espero que os guste.
Como
si fuese un boomerang he entrado y salido de la prisión tres veces en
los últimos dos años. Cada vez que estaba dentro me prometía a mi mismo
que esa sería la definitiva, que pasara lo que pasara y aunque me
ofrecieran la luna no me iba a meter más en líos. Algunos de mis
compañeros siempre me dicen eso “de que vuelvo a casa” en cierto modo es
así, a pesar de que no la he sentido nunca como mía; nací en la cárcel
de mujeres de Alcalá de Guadaíra cuando mi madre estaba presa.
Los
primeros años de mi vida no era muy conciente de donde estaba, pasaba
los días a rebufo de mi madre y de las demás internas que me tenían como
su juguete. Mi madre entró en prisión por un delito de tráfico de
drogas. Apenas tenía diecisiete cumplidos cuando una mañana se dio
cuenta de que estaba embarazada. Tras comunicárselo a mis abuelos, éstos
lo primero que hicieron fue ponerla de patitas en lo ancho y llano de
la calle: “Vete, has deshonrado a tu familia” fue lo último que escuchó
cuando salía con sus escasas cosas y con la única preocupación en la
mente de dónde pasar la noche. Tal vez con el sol de la mañana
siguiente, y tras pasar la noche fuera de la casa, sus padres se
compadecerían de ella y la buscarían. Eso no ocurrió.
Mi
abuelo, con cincuenta años, alcohólico y desesperado para ganar un
jornal con el que alimentar al resto de sus hijos se le vino el mundo
encima al ver que su única hija, en la que tenía todas sus expectativas
puestas le había defraudado. Ahora sería la comidilla del barrio y
todos tendrían alguien a quien criticar. Ya estaba él para eso y el
resto de mis tíos, que según supe con los años tampoco andaban en buenos
pasos.
El
dueño de la pensión donde encontró el refugio que sus padres no le
dieron, se aprovechó de la cara de inocente de mi madre y la hizo que
se metiera en el mundo del trapicheo. Nadie sospecharía de una
adolescente con cara de niña. Mi padre la dejó tirada, no quiso saber
nada de mí. Con los años ha querido buscarme pero ahora he sido yo el
que ha pasado de él. Si se hubiera portado como un hombre en su
momento, tal vez mi vida y la de mi madre habría sido de otra forma.
Ella no se habría visto abocada a ese inframundo que es la droga. Tanto
va el cántaro a la fuente que al final acaba rompiéndose, no solo
mercadeaba sino que acabó consumiendo su propia mierda. En pocos meses
su vida cambió dando un giro de trescientos sesenta grados. Después de
su primera condena, vinieron otras y yo me vi tutelado por la Junta y
encerrado desde los cinco años en un colegio donde pasaban los días uno
tras otro a la espera de que apareciese mi madre o alguna familia que me
diera ese cariño del que yo tanto estaba falto. Fui viendo como
entraban y salían otros niños, aprendiz de los mayores y maestro de los
pequeños en las pequeñas travesuras y tropelías que realizábamos en el
colegio. De ellos aprendí lo que serían los cimientos de mi persona.
A
los catorce años volví con mi madre y al principio sí fue todo lo
idílico que siempre me había imaginado en las noches largas de invierno
cuando la desesperanza no me dejaba dormir y me abrazaba a la almohada
llorando como lo que era, un ser indefenso y débil que no había pedido
venir al mundo, y mucho menos en esas condiciones. Un año después ella
empezó a salir con un hombre que había conocido estando en prisión por
un programa de intercambio de amistad. Cuando Pablo, que así se llamaba,
salió de Carabanchel se vino a Sevilla al pequeño bajo mohoso que
teníamos alquilado en un barrio bastante conflictivo. Hasta ese momento
todo iba bien, mi madre se había limpiado estando en el talego y
trabajaba en la cocina de un bar. Después de todo volvíamos a ser una
familia. Ambos estábamos reinsertados en la sociedad, solo teníamos que
seguir viviendo.
Nada
más lejos de la realidad… Pablo nos hundió de nuevo en lo más misero
del mundo: la droga; y lo peor de todo, es que me arrastró a mí también
en esa vorágine en la que se convirtió nuestra existencia desde que
apareció por la puerta de casa. Tenía una mirada desconfiada, y una
sonrisa llena de picardía que embaucaba hasta el más listo. Sin darnos
cuenta mi madre y yo estábamos por los parques y las puertas de los
colegios ofreciendo a los niños un poco de “chocolate” o de “maría”. Yo
los enseñaba a liar los cigarros a los que no sabían y, poco a poco me
fui haciendo un nutrido grupo de colegas a los que les metía el veneno
en el cuerpo y ellos a cambio de un poco de “felicidad” me daban la
pasta que costaba su pequeño viaje. Así de paso, me enganché yo también,
primero a algo que me parecía inocente como son los porros para acabar
con la dama blanca enredada en mis venas como si fuera parte de mi
mismo.
Cuando
tenía el subidón de la dosis, creía que me iba a comer el mundo y no
era muy consciente de distinguir lo que estaba bien de lo que no; las
malas compañías y estar en un sitio indebido en el momento inapropiado
han hecho que el mundo me coma a mí. He venido de nuevo a la cárcel y
esta vez por una larga temporada. Las condenas de antes eran tonterías
comparadas con esta de homicidio. Algo de lo que me arrepiento muchísimo
y que no soy consciente de haber cometido. Las pruebas me acusan a mí y
hay testigos de ello. Así que ahora no me queda más remedio que
afrontar todo lo que me venga encima. Pero estoy hecho polvo, mi
autoestima es menor a la de un gusano que se arrastra por el suelo
esperando que alguien pase por encima y lo pisotee aplastándolo contra
el suelo mugriento y que no quede de él nada más que una manchita
recuerdo de su existencia.
Mientras,
ahí fuera en la calle, el mundo está asistiendo a un parto. Sí un parto
con contracciones agónicas para los más desfavorecidos que les provocan
unos dolores que no son posibles de aguantar. Envites que da la vida y
los pone como a mí de cara a la pared; metidos tras muros que los
apartan de una sociedad que ya nos los quiere. Eso provoca que la
delincuencia aumente, las cárceles se masifiquen; y sean incapaces de
reeducar al preso por falta de personal. Sometidos a unos horarios, a
unas normas de convivencia destinadas a hacernos que el regreso a la
calle sea más fácil. Haciéndonos participes de nuestra reeducación en
los módulos de respeto que deberían de ser obligatorios para todos los
internos en vez de voluntarios. Se asemejan a una vida real donde la
participación y organización es la base del respeto a los demás y a uno
mismo. Aunque el preso no tiene todo el seguimiento que debería tener
una vez fuera de la tutela del Estado y por eso volvemos a caer como
moscas a la miel.
Mientras
estamos entre rejas el mundo de fuera se ve lejos, es una realidad
paralela a la que vivimos imposible de alcanzar en mucho tiempo para la
gran mayoría de los internos. Pero aquí dentro sufrimos la ausencia de
la familia, de los amigos, nos privan de libertad pero tenemos acceso a
la cultura, se puede estudiar para mejorar nuestra formación. Tal vez
algún día esa mejora de nuestras capacidades laborales se vea
recompensada con un trabajo en la calle en el mejor de los casos. Aunque
afuera son muchos los que tienen que delinquir para seguir subsistiendo
ya que el sistema económico está en entredicho y hace aguas por todos
los lados y muchas familias se han visto de la noche a la mañana sin
nada. Algunos, aquí dentro tienen trabajo en un destino remunerado que
les permite tener algo de dinero y no sentirse del todo un parásito de
la sociedad. Aunque mucho de ese dinero va a parar a las manos de otros
internos -los más avispados- que se dedican dentro en los patios a
intimidar a los que somos más débiles y a seguir intoxicándonos con
sustancias que por ley están prohibidas y aún más si cabe dentro de los
establecimientos penitenciarios.
La
noche ha llegado ya, siento un nervioso que me recorre todo el cuerpo.
Es hora de tomar mi medicación. En la cama de abajo mi nuevo compañero
–un interno de apoyo- está leyendo un libro que ha sacado de la
biblioteca. Me ha dicho el titulo, pero ahora no lo recuerdo. Tiene que
ser entretenido, apenas se mueve entre las sábanas, no se da cuenta de
lo que hago. El silencio invade toda la celda, siento los latidos de mi
corazón cada vez más débiles, mucho más frío que hace unos instantes.
Me voy a poner cómodo, con un gran esfuerzo consigo estirarme y taparme
hasta el cuello. Se escucha el interfono, al otro lado el funcionario de
guardia llama a mi compañero
-¡Buenas noches! Lozano ¿me escuchas?
-Sí
-¿Está tu compañero bien?
-Sí, acabamos de hablar.
Mi compañero sigue leyendo y yo cierro los ojos e intento descansar de una vez y para siempre.