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Tranquility

viernes, 31 de agosto de 2012

Trío





Llegaste a la hora prevista, cuando el sol anaranjado daba paso a una noche en ciernes que prometía ser intensa. Apenas habías cambiado nada desde la última vez que nos vimos. Los mismos ojos, el mismo pelo (cuántas veces soñé con tocar tu pelo), tu cuerpo no denotaba tu reciente maternidad. Por delante teníamos tres semanas de vacaciones en las que hacer todo eso que añoraba: un simple paseo, ir a la playa y por qué no salir a cenar. Sólo por eso merecía la pena haberme casado con tu madre.

jueves, 23 de agosto de 2012

A los desaparecidos.




Una voz se escucha,
"Que olvide el que quiera"...
Yo desde este lugar,
no sé si reír o llorar.
No puedo sentir ni oír
pero siento y oigo,
debajo de la cal sepultado.

En parajes donde ahora nacen flores,
alegres campanillas, rosas de pitiminí,
amapolas o girasoles.
Umbrías de barrancos donde las zarzas
se enredan unas con otras,
como nuestras manos, y nuestra sangre
derramada, mezclada y olvidada.

Dichosos los lugares donde
sobre nuestros cuerpos
cubiertos por tierra fecunda,
se levantan estatuas sin rostro,
monolitos que nos recuerdan.
Donde los olivos de las ánimas,
crecen y sus ramas lánguidas
nos lloran.

Ahora hemos vuelto,
encontrados todos al fin podremos disfrutar,
de una puesta de sol,
de una lluvia fina,
del llanto de nuestros nietos,
del amor que no vivimos...
De un paisaje hermoso y no agreste
como es éste donde nos hayamos.

domingo, 19 de agosto de 2012

Cita en el parque


Salí de casa a la hora acostumbrada. Me aseguré de que llevaba todo lo imprescindible en mi bolso: las llaves, el monedero, el móvil y sobretodo la foto de la persona con la que me iba a encontrar en el parque. Era un poco tarde, la noche ya había hecho presencia en las calles. Me arreglé ligeramente mi abrigo, coloqué mi pelo y en un escaparate comprobé que mi vestuario estaba espléndido. Después de todo aún soy una mujer hermosa, no tengo de qué quejarme, algunas de mis amigas han envejecido bastante peor que yo. Tal vez demasiado solitaria, pero de vez en cuando busco la compañía de alguien con quien robar el tiempo a mi reloj. Un ligero escalofrío recorrió mi cuerpo, y los nervios se alojaron en mi estomago; una arcada ácida subió hasta mi boca. Lo había hecho otras veces, esta no era la primera vez que me citaba con alguien a estas horas. Debería de esta acostumbrada ya a esta sensación.
Ahí está al lado del árbol de Judas, siempre quedo al lado de esta planta así no hay pérdida, me aseguro de que todos conozcan ese lugar del parque antes del encuentro. Es más privado, menos transitado… Impecablemente vestido (igual que en la foto) con una gabardina negra oculta su rostro con un sombrero de ala también de color negro. Me voy acercando, paso a paso, miro en todas las direcciones, nadie me está siguiendo. Por fin, por fin lo voy a ver, lo que tanto he deseado al fin será mío.
-Señora, aquí tiene las fotos de su marido con su amante un par de horas antes del crimen- dijo metiendo su mano derecha en el bolsillo interno de su gabardina.
Ahora tenía a mi marido en mis manos…

martes, 14 de agosto de 2012

La Mentira






 Angélica cogió una copa de vino, y la miró detenidamente. Trataba de buscar en ella algo que la reviviera en ese instante. No había nada que la hiciera reaccionar, se sentía perdida. Una mentira piadosa había sido la culpable de todo lo que le estaba pasando ese día. Por mucho que ella le había dicho, no era suficiente para que Alberto la perdonase. Ya no confiaba en ella. Se había roto la magia; ese hilo invisible que los unía, y que por muchas vueltas que diera la vida, por muchos nudos que se le hicieran jamás se partiría. Cerró los ojos, como queriendo borrar todo lo que vivió, la imagen de Alberto enfadado, gritando mientras cogía sus cosas. Aún resonaba en sus oídos el golpe de la puerta cuando éste salió de casa.
   Ella seguía mirando la copa de vino tinto, rojo como la sangre. La suya le hervía en las venas después de toda la ofuscación. En el otro lado de la mesa estaba la copa de Alberto, sola en una esquina al lado de la botella. Una  botella de vino tinto, que pretendía ser el elixir de una noche de amor, una noche que la desventura tornó en desidia. Alberto se sintió engañado, ninguneado cómo si Angélica hubiera estado jugando a dobles con él y con su ex pareja.
  Cogió la copa de vino, y después de secarse las lágrimas, la llevó a sus labios y bebió. Luego, levantó la copa y la miró para ver los destellos granates, olió el aroma intenso afrutado y con un toque de vainilla. Volvió a beber, era fresco, ligero y con la acidez justa. Se sintió aliviada, al menos sus nervios se relajaron un poco; el vino le ayudó a aguantar el envite del llanto. Se dejó caer en el sillón, en silencio, con la mirada perdida en ninguna parte. Sus pensamientos alborotados, como también lo estaba el salón. Por más que se preguntaba a sí misma, no entendía cómo había acabado la noche así. Cada uno por un lado y la mesa puesta con las copas de vino que eran los únicos testigos de lo que allí había pasado. Dos copas tulipas, que parecían que se reían burlonas de toda la escena. Nunca imaginó que acabaran las cosas así, era la única persona que de verdad le había interesado en la vida. La única que le había enseñado lo que significaba que la quisieran. El único hombre con él que la palabra amor tenía significado. Por no hacerle daño, retrasó contarle una cosa, y fue su perdición, el creía que otras veces también le había mentido.  El llanto acampó de nuevo por el rostro de Angélica, entre suspiros y sollozos se quedó dormida con las primeras auras del día.
   La cerradura de la puerta crujió con el giro de la llave desde el exterior. Alberto llegó a la casa y se encontró todo tal y como la noche anterior se había quedado. Lo único diferente era la botella de vino ya vacía, tirada en el suelo junto al sillón donde dormía Angélica. Su copa de vino, estaba intacta en el mismo sitio donde la puso la noche pasada. Corrió las cortinas y se sentó en el sillón situado al lado del que ocupaba Angélica. En silencio esperó que ella se despertara, sin decir ni una palabra. Un mal entendido no podía acabar con cuatro años de amor, él no la quería perder.
  Los rayos del sol entraban por la ventana, acariciaban la cara de Angélica haciéndola si cabe más hermosa a los ojos de él. Despertó y lo vio sentado en frente de ella, no supo qué decir. Alberto se levantó y la cogió por sorpresa de la cara, y la besó en los labios y luego en la frente.

sábado, 11 de agosto de 2012

Sirenas





Apuraba la colilla del cigarro y la última calada le llego hasta lo más profundo de sus pulmones. Una tos fuerte le sobrevino y en apenas unos segundos sintió que se iba de este mundo. La saliva le cortaba el transito del aire hacia sus pulmones encharcando su boca y provocándole que su cuerpo se doblara buscando la postura en la que poder escupir y salir de ese túnel de muerte en el que se había metido. El médico le tenía prohibido fumar, además de otras cosas, pero poco le importaba ya; el forcejeo había acabado con su mejor amigo y las sirenas de la policía se escuchaban en la calle.

domingo, 5 de agosto de 2012

El transeúnte



 Era realmente un muchacho extraño, caminaba ensimismado por entre la gente. Daba lo mismo que fuese verano o invierno él siempre vestía la misma chaqueta de cuadros escoceses y unas botas militares. Su pelo, largo y con una cola hecha de innumerables rastas, tenía un color mugriento. No debía tener más de treinta años pero parecía tener toda su vida vivida. Su cara de bobalicón daba pena a quiénes lo observábamos y cuando te miraba te hacía sentir un escalofrío que te recorría todo el cuerpo. Un día me atreví a seguirlo. Aparqué mi coche junto a un banco del paseo por el que él caminaba. Dejé varios metros de distancia entre él y yo, aunque si hubiese ido pegada a sus hombros estoy segura de que ni siquiera habría sido consciente de mi presencia. En el fondo me daba un poco de miedo pero la curiosidad era más pertinaz que mi desconfianza.
Caminaba por entre callejones estrechos impregnados de aromas entreverados de azúcares y fritangas de las cocinas. Aligeró el paso y con las manos en los bolsillos parecía que más que caminar interpretaba una marcha militar. Yo comencé  a sentir que mi corazón se agitaba, mi paso en un principio suave, se tornaba casi en una pequeña carrera para no perderlo entre la gente que a duras penas transitaba por entre las aceras y las bicicletas. Podía haberme dado la vuelta en cualquier momento, ¿qué necesidad tenía yo?, ¿a mí qué me importaba donde iba ese chico? Pero algo me decía que tenía que seguir hasta el final. 
El chico giró hacia la izquierda y empujó una pesada puerta de madera adornada con herrajes enmohecidos y desconchados. La puerta crujió e hizo un esfuerzo con las dos manos para abrirla. El edificio era antiguo, tal vez del siglo pasado, varios ventanales vertían sus ojos a la calle. El tejado de un momento a otro parecía que se iba a venir a tierra. La puerta se quedó entreabierta invitando a entrar a un patio silencioso donde la luz penetraba tenuemente a primeras horas de la mañana y poco a poco se iba reflejando en los charcos acharolados del suelo provenientes del agua de haber regado las macetas. Colgaban de las paredes multitud de plantas de todos los colores: geranios, tulipanes, margaritas, pensamientos, dalias  y una madreselva preñada de flores trepaba por entre los barrotes de las ventanas y cubría la cal envejecida de la casa. El mundano ruido del exterior se había disipado en apenas unos segundos. Era una paz inmensa la que se sentía en ese lugar. Una pequeña puerta en uno de los laterales del patio era la única salida. Intenté llamar a aquel muchacho. Desapareció.  Aún guardo la sensación de paz que sentí en aquel repentino jardín en medio de tanto ruido.