Llegaste a la hora prevista,
cuando el sol anaranjado daba paso a una noche en ciernes que prometía ser
intensa. Apenas habías cambiado nada desde la última vez que nos vimos. Los
mismos ojos, el mismo pelo (cuántas veces soñé con tocar tu pelo), tu cuerpo no
denotaba tu reciente maternidad. Por delante teníamos tres semanas de
vacaciones en las que hacer todo eso que añoraba: un simple paseo, ir a la
playa y por qué no salir a cenar. Sólo por eso merecía la pena haberme casado
con tu madre.