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domingo, 26 de febrero de 2012

Mañana de San Juan

Os traigo de nuevo la primera entrada con la que abrí este blog el 17 octubre de 2011, espero que os guste. Fue mi primer relato y también mi primer premio.










 Cada noche, antes de dormirse, Amalia realizaba el mismo ritual. Una vez en la cama, rezaba a sus santos y le hacía una pequeña oración a las ánimas benditas; para que la despertaran pero sin asustarla por la  mañana. Era una costumbre que había cogido sin darse ni cuenta desde que era una niña. Esa mañana escuchó un pajarito cantar, y el canto suave la despertó. Encendió la lamparilla, y vio que el viejo reloj que había encima de la mesita iba a dar casi las seis de la mañana. Aún no clareaba el día. Agarró su ropa y salió despacio del dormitorio para no despertar a Mariano, su marido.
 Después de asearse en el cuarto de baño, se recogió  su pelo ensortijado y canoso en un moño bajo y se vistió. Puso en la hornilla, un poco de leche a calentar en un cazo de porcelana desconchado por los años, mientras se preparaba la talega que se llevaría al campo ese día. En ella metió un trozo de pan y un poco de queso que le servirían de almuerzo a media mañana.
 Era la época de la siega, y el día anterior estuvo con su marido segando los últimos bancales de habas, en uno de los campos que años atrás había heredado de sus padres.
Amalia no quiso despertar a su marido, estaba delicado y tenía una reunión a las diez de la mañana en la Comunidad de Regantes, para establecer los turnos de riego de los campos. El verano había llegado y las mermas de agua en las acequias se hacían notar.
 Amalia, ese día tenía prisa en llegar al campo; quería ver la rueda de Santa Catalina, como tantas veces la había visto desde que era niña con sus padres, cuando los acompañaba al sembrado. Tras el solsticio de verano, llegó la noche de San Juan, y por la mañana del día veinticuatro, en el sol se veía como si una rueda girase dentro de él y por nada del mundo quería perderse ese momento mágico, que tantos recuerdos le traía. Ilusionada, deseaba meter sus toscas manos en el rocío de la mañana; que según las leyendas curaba múltiples enfermedades y hacía hermosa y joven a quien se embadurnara con él.
 Llegó exhausta a la finca, después de subir la cuesta empinada y larga que la separaba del pueblo. Era consciente de sus muchos años y de que estaba muy oronda, para realizar ya esas tareas en el campo; pero también el pobre Mariano era bastante mayor que ella y la fatalidad quiso que su único hijo, muriese con solo dos años de unas fiebres. Nunca más tuvo hijos, y este nació cuando ella tenía casi los cuarenta años. No le quedaba más remedio que ayudar en lo que podía a su marido.
 Se sentó debajo de una higuera que había en un lado del terreno.
Todo sembrado de gavillas de matas de habas secas; para serenarse un poco antes de comenzar a llevarlas a la era, donde otro día serían trilladas. Acomodando su espalda sobre el tronco, se puso a contemplar el baile del sol que ya había salido del todo.
 El viento mecía suavemente las hojas de la higuera y acariciaba su cara; cerró los ojos y la nostalgia de la juventud la llenó de recuerdos de otras mañanas, en las que como en esa todas las muchachas iban al campo, al río  o a las fuentes, y la noche anterior  los muchachos colgaban ramas en las puertas de las mozas que pretendían, de diferentes árboles según sus intenciones; toda esa remembranza hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas. Se acordó de José, un novio que tuvo muchos años antes de casarse con Mariano.
Aún podía recordar el último beso que le dio José, sentados en el banco de la plaza de la iglesia el día de las fiestas patronales, después de que le diera una fotografía que se había hecho el día anterior, y que él guardó como el más preciado de sus tesoros. En un descuido la cogió de las manos y, acercándola hasta su pecho, le puso dulcemente los labios sobre su frente, luego la miró a los ojos y le dijo que era la chica más guapa de toda la plaza, y que quería casarse con ella. Amalia se sonrojó y bajó la mirada con una tierna sonrisa dibujada en su cara casi angelical. Apenas tenía dieciocho años y José era el primer hombre del que se había enamorado. Era el hijo de una prima de su padre, el mayor de los tres varones, luego estaba Margarita, la pequeña de la familia y su mejor amiga desde la infancia. Amalia vio desde niña a José cuando iba a visitar a su prima a su casa, y entre risas y juegos sin malicia, fue creciendo a la par que ella lo hacía, algo que cuando llegó a la adolescencia se dio cuenta de que no era el amor filial que le tenía a los otros hermanos de Margarita, era diferente; se sonrojaba cuando la miraba a los ojos directamente, y cuando le dirigía algún cumplido. Llegando incluso, a sentir un cosquilleo en el estómago cuando se cruzaba con él, o cuando le hablaba más de dos frases seguidas estando a solas.  José tenía los veintitrés recién cumplidos. Estaba en la edad de formar una familia propia, de buscar una novia, y después de un tiempo de noviazgo no demasiado largo, casarse. Amalia era la chica ideal, de buena familia, su mocedad aseguraba aún más su castidad, y era muy guapa. Sólo que por ser primos segundos, tendrían que  pedir “dispensa papal” para poder casarse, pero eso no era ningún inconveniente. Sin embargo, todo se truncó.
Corría el mes de septiembre de 1937, apenas las luces del día se habían extinguido cuando dos golpes secos se escucharon en la puerta principal de la casa de don Jaime, el practicante del pueblo, un hombre de buena estirpe y que no se metía en nada, solo su trabajo y su familia eran lo único que le importaba. Don Jaime era un hombre muy querido en todo el pueblo, fervoroso cristiano que iba a misa cada domingo y fiestas de guardar como mandaban los preceptos. Lo único que desentonaba en aquella casa era el carácter izquierdista de su hijo mayor José, que más de un quebradero de cabeza le había dado al padre; por meterse donde no le llamaban como constantemente le decía su madre.
-¿Está José?- dijo el más alto de los dos hombres vestidos de negro que estaban franqueando la puerta de la casa.
-Buenas noches, sí si está- dijo Amparo su madre, pensando que serían amigos de él.
Sin mediar palabra entraron los dos hombres a la casa del practicante; mientras los que les acompañaban esperaban fuera armados, rebuscaron por todas las habitaciones de la primera planta, entre gritos y quejidos de uno y otro lado. Las voces le llegaban a José que estaba en la terraza intentando huir por los tejados, pero no tuvo oportunidad de escapar. Lo cogieron por los brazos y lo tiraron al suelo, allí le ataron las manos a la espalda, su madre no dejaba de gritar, sus hermanos también; Margarita era la única que asistía impávida y en silencio a toda aquella escena.
-¿Dónde lo llevan?- gritó su madre aterrorizada.
-Donde debe de estar- dijo uno de los hombres cuando salían de la casa llevándose a la fuerza a José- Así aprenderá a estar callado.
Toda la familia asistió a la detención del hijo mayor, y vieron como lo montaban en un camión que había al final de la calle; el destino era predecible…
La noche fue muy larga, y los días restantes también. La alegría de aquella familia se convirtió en un luto que duró a sus padres hasta que murieron. Amalia cuando supo todo lo sucedido entró en una profunda depresión.
Con el paso de los años aquella pena se fue atenuando y estaba próxima a cumplir los treinta y cinco años cuando accedió al noviazgo con Mariano. Un hombre soltero del pueblo, unos años mayor que ella, aunque era dechado de virtudes y que llevaba muchos años enamorado de Amalia. Mariano convino con los padres de Amalia la boda si ella estaba de acuerdo, claro. Y tras un noviazgo corto, pues los años apremiaban para los dos si querían tener hijos se casaron una mañana del mes de mayo a las diez de la mañana en la iglesia del pueblo, junto con algunos de sus familiares y amigos. La celebración de la boda fue sencilla, como se llevaba en aquella época, una comida familiar. Esa misma noche se fueron de viaje de novios unos días a Madrid y después a Toledo. De regreso le esperaba su nueva casa y su vida aunque cómoda al principio, no estuvo exenta de algunos sacrificios con su marido.
 Amalia secó sus lágrimas con el dorso de su mano y una vez que se serenó, apartó la mirada del sol y comenzó a cargar los haces a la espalda, y, despacio los iba llevando uno a uno hasta la era que estaba contigua a la finca.
La mañana que amaneció fresca se tornó soleada; el calor alrededor de la una del mediodía era el indicativo de que Amalia tenía que volver a casa, pues ya no era posible estar más tiempo en el campo. Agarró sus cosas, y empezó el camino de vuelta, con un sol de justicia que le quemaba por encima de sus ropas. Se quitó el pañuelo negro que siempre llevaba puesto desde lo de su hijo, con la intención de agitarlo para hacerse aire.
 Se sentía cansada, muy mareada con ganas de vomitar y calambres en ambas piernas, que ella achacó al duro trabajo realizado y a que con las prisas no se tomó sus pastillas para la diabetes. Destapó su cantimplora de agua, pero no le quedaba nada. Iba andando por el camino, que cada vez se le hacía más largo, la boca la tenía seca como la tierra de los campos. Cada cinco o seis pasos se paraba a descansar, dejándose caer en una orilla del camino. Apenas corría una brisilla caliente que lejos de refrescarla, la achicharraba más. Cada vez se sentía más débil, la cabeza le estallaba. Amalia pensó que nunca llegaría a su casa. Ya en el pueblo, se acercó a la fuente de piedra de la que manaba un pequeño hilito de agua, mojó su pañuelo y lo acercó a su cara para recuperar el aliento, metió las manos y se echó puñados de agua para aliviarse por encima, en su pelo, detrás del cuello, y se colocó el trapo chorreando de agua en la cabeza. Bebió agua para calmar su sed. Aquello pareció aliviarla un poco, justo lo que necesitaba para llegar hasta su fresca casa. Unos pocos metros la separaban del portón de su vivienda cuando Amalia no pudo más, y cayó al suelo  debido a una insolación ante la mirada atónita de sus vecinas. Todas acudieron en su auxilio. La levantaron del suelo como pudieron, afortunadamente pasaba en ese instante un muchacho que ayudó a las vecinas a llevar a Amalia hasta su casa. En su casa estaba Mariano que hacía poco rato que había llegado de su reunión.
El joven les dijo que le pusieran toallas de agua fresca, que trajeran abanicos. Había su sufrido un golpe de calor, lo importante ahora era refrescarla lo antes posible, darle líquidos a temperatura ambiente y con un poco de sal para hidratarla, jamás agua fría ni frotes con alcohol.
-Mariano rápido llama al médico- le dijo la vecina mientras le quitaba la ropa y la sentaba en un sillón con la cabeza alta.
Amalia empezaba a recobrar la consciencia y se quedo más blanca si cabe al ver al joven.
-¿José?- murmuró
Todos se quedaron un poco sorprendidos, -¿quién es José?- dijeron.
-José me estoy muriendo, ¿Has venido a por mi?- decía Amalia mirando al joven.
El desconcierto era la tónica de todos los allí presentes. Mariano entró al salón acompañado del médico en esos instantes.
- Lo primero ponerla fresca, ya veo que lo habéis hecho. Hacerle un litro de agua con una cucharada de sal- dijo el médico.
-Si, este muchacho nos ha dicho eso don Roberto- dijo la vecina.
-Amalia ¿te notas calambres?
-No… bueno si, ¿Pero que hace José aquí?- balbució Amalia.
-Lleva todo el rato diciendo eso don Roberto- apostilló la otra vecina.
-Es normal puede tener alucinaciones, esta en estado de shock  debido al calor. Me quedaré aquí contigo un ratito, a ver si mejoras- dijo el médico- vosotras podéis iros a casa, menos mal que no le ha pillado sola. Te tengo dicho Amalia que estás muy mayor para ir al campo y que tienes muchos problemas de salud que te tienes que cuidar….
Todos salieron de la casa, las vecinas y el joven. En la calle el muchacho les preguntó  a las vecinas si sabían donde vivía Margarita Montilla.
- Margarita se fue cuando se casó a Cáceres con su marido. Hace muchos años de eso ya, sabe Dios si todavía vivirá…-dijo una de las vecinas.
-¿Y no hay nadie de su familia en el pueblo ya?
-Pues sí, la pobre Amalia es prima suya. La que acabamos de recoger en la calle. ¡Con estos calores nos va a dar algo Dios mío! Y eso que todavía no ha llegado el mes de agosto- exclamó la anciana.
-Gracias- dijo dándose la vuelta y volviendo a tocar en casa de Amalia.
-¿Puedo entrar?- dijo el joven con un pie puesto en el tranco de entrada, que hacía ver que tenía intención de adentrarse de nuevo en la vivienda.
- Sí, si pase usted- contestó Mariano un poco sorprendido por la presencia de nuevo de aquel extraño en su casa.
-Discúlpenme, estoy buscando a Margarita Montilla, que es mi tía y su vecina me ha dicho que su esposa es prima de mi tía- dijo el joven mientras se sentaba en una silla contigua al sillón donde Amalia permanecía aún, visiblemente recuperada.
-Don Roberto, muchas gracias por venir,- dijo Mariano mientras hacía el gesto de acompañar al médico hasta la puerta- menos mal que se ha recuperado pronto y no la hemos tenido que llevar al hospital.
El silencio se hizo en la habitación. A Amalia  le latía de nuevo el corazón con fuerza.
-¿Y de quien es usted hijo?
- Yo soy nieto de un hermano de Margarita.
-¡Ah! - dijo Amalia- ¿y de quién?
-Bueno…Ya han pasado muchos años….Mi abuelo antes de morir, me dio una fotografía que había guardado toda su vida. Me pidió que viniera al pueblo y que buscara a ver si quedaba alguien de nuestra familia. Pensó que mi tía viviría todavía porque era la más joven de todos los hermanos….-el joven tragó saliva antes de seguir  hablando- me dijo que viniera a buscarla para que me conociera, pues mi madre murió hace unos años y era la única hija de mi abuelo. Yo soy hijo único, la única familia que me quedaba en mi tierra era mi abuelo.
-Madre mía, muchacho ¿Quién es tu abuelo?- dijo Amalia abriendo los ojos a la par que la boca.
-Mi abuelo murió en enero, y todo este  tiempo he estado dudando si debía venir o no venir. Mi abuelo era José….
- José… ¿Qué José?, el único hermano de Margarita que se llamaba así lo mataron en la guerra civil hace sesenta y cinco años. ¡No digas tonterías muchacho!
-No señora, no murió. Sé que es difícil de creer, pero mi abuelo no murió aquella noche. Los que lo mataron, o los que creían que lo habían matado solo lo hirieron de gravedad, pero no de muerte. El se quedó quieto entre todos los cuerpos tirados en aquel barranco. Aprovechó la confusión de los asesinos,  y muy despacio amparado en las sombras logró escapar. Se metió en una oquedad que había en la pared del barranco. No podía volver a la casa familiar, y se fue caminando de noche y escondiéndose de día. Así logró llegar a la frontera y escapó a otro país. Mi abuelo pensó que tal vez sería mejor para todos que lo creyeran muerto, aunque toda su vida tuvo deseos de volver a este pueblo- el joven metió la mano en su mochila y sacó una fotografía de su cartera con las esquinas rotas por los años y se la extendió a Amalia.
-Mi abuelo me hizo prometer que buscaría a esta mujer, la amó toda su vida. Me pidió que si estaba muerta le llevase flores a su tumba y que si no lo estaba, se la devolviera a ella.
-¡Dios mío!- gritó- Es imposible, soy yo. Es la foto que le di cuando él me pretendía- Amalia cogió la fotografía y la acercó a su pecho, se quedó muda y sus lágrimas brotaron de sus ojos y las dejó correr por sus mejillas como si fuese la lluvia que limpia el barro después de una gran tormenta.
Amalia le dio la vuelta a la fotografía y detrás de ella se podía leer:

           “Sin ti mi vida no ha tenido sentido”

El silencio se apoderó de toda la estancia y ninguno de los tres dijo nada más. Ya no era necesario, todo estaba dicho.


lunes, 20 de febrero de 2012

Cita en el parque






Salí de casa a la hora acostumbrada. Me aseguré de que llevaba todo lo imprescindible en mi bolso: las llaves, el monedero, el móvil y sobretodo la foto de la persona con la que me iba a encontrar en el parque. Era un poco tarde, la noche ya había hecho presencia en las calles. Me arreglé ligeramente mi abrigo, coloqué mi pelo y en un escaparate comprobé que mi vestuario estaba espléndido. Después de todo aún soy una mujer hermosa, no tengo de qué quejarme, algunas de mis amigas han envejecido bastante peor que yo. Tal vez demasiado solitaria, pero de vez en cuando busco la compañía de alguien con quien robar el tiempo a mi reloj. Un ligero escalofrío recorrió mi cuerpo, y los nervios se alojaron en mi estomago; una arcada ácida subió hasta mi boca. Lo había hecho otras veces, esta no era la primera vez que me citaba con alguien a estas horas. Debería de esta acostumbrada ya a esta sensación.
Ahí está al lado del árbol de Judas, siempre quedo al lado de esta planta así no hay pérdida, me aseguro de que todos conozcan ese lugar del parque antes del encuentro. Es más privado, menos transitado… Impecablemente vestido (igual que en la foto) con una gabardina negra oculta su rostro con un sombrero de ala también de color negro. Me voy acercando, paso a paso, miro en todas las direcciones, nadie me está siguiendo. Por fin, por fin lo voy a ver, lo que tanto he deseado al fin será mío.
-Señora, aquí tiene las fotos de su marido con su amante un par de horas antes del crimen- dijo metiendo su mano derecha en el bolsillo interno de su gabardina.
Ahora tenía a mi marido en mis manos…





martes, 14 de febrero de 2012

Hechizo de Luna




Enigmática y perpleja,
No duerme sino calla.
Vestida de luz pasea a orillas de la playa
Detrás lleva colgadas madejas de espuma y plata,
Caracolas crujen bajo sus pies descalza.
Levanta sus ojos al mar y le brotan gotas de agua salada,
Ríos que van al mar y, por el camino se llevan su alma.
La luna refleja su circunferencia blanca en el agua,
Una leve brisa la envuelve  como el cálido arrullo
De la persona amada.
Despacio se vuelve tras sus pasos, y recoge sus migajas.
¡Hechizo de luna! implora
Con sus manos levantadas
Se sienta, y con un pañuelo de seda seca sus lágrimas.
Los ojos fijos al cielo, las manos en su falda, y,
Con voz queda tras de ella su amado la llama.



INDIAN SACRE CHANTING

sábado, 11 de febrero de 2012

Autoatentado



Hoy he matado a mi corazón
Y yo soy la única culpable,
En mis ojos ya no quedan
Lágrimas para llorarle.

Las hieles amargas estoy bebiendo,
Ya no siento nada,
No distingo el sabor dulce del salado,
No veo la luz ni nada oigo.

El murmullo del viento trae más desconsuelo,
La negrura se ha instalado en mi vida,
Mi cuerpo, mi alma, mi casa
Morada de vísceras calladas.

El silencio roto de un quejido,
El parpadeo de una tenue luz y la
Sonrisa de un niño me llevan a tu ventana
Y tras los cristales veo:
Sonrisas francas, recuerdos bellos, ratos de charlas,
Cálidas miradas y hermosas palabras.

He matado a mi corazón, Dios insúflale la vida
Que torpemente  le he arrebatado.

domingo, 5 de febrero de 2012

Ausencia



   El invierno más crudo sobrevino asomando sus fauces sin piedad. La noche había caído sobre los campos y el viento zarandeaba los cristales de las viejas farolas que tenuemente alumbraban las calles.
  Dooong, dooong, dooong y así hasta diez veces sonó la campana del viejo campanario de la iglesia mudéjar del pequeño pueblo. Los perros aullaban en la calle y el mío lloraba triste al lado de la chimenea encendida. Las llamas rojas y amarillas bailaban al son del crepitar de las maderas de olivo reseco.
  Estaba confusa, temblorosa, todo giraba a mi alrededor. Una arcada hizo que mi cuerpo se doblara y sentí como  toda mi sangre se agolpaba en mi cabeza nublando mi entendimiento.
  De pronto un golpe seco en la puerta me sacó de aquella rueda de sonidos y voces que martilleaban mi cabeza. Me dirigí hacia la puerta, dudé si la abría o no. Mis piernas se paralizaron y el corazón se salía por mi boca, otro golpe y una voz desde el exterior me dijo:
  -Abra la puerta, sabemos que está ahí-.
  Inmóvil delante de la entrada levanté mi mano derecha y su visión me horrorizó. Giré el pomo y la puerta cedió impetuosamente dando paso a dos hombres vestidos de policía.
  -Tranquila, suelte lentamente el cuchillo- dijo uno de ellos sin apartar sus ojos de los míos.
  Su voz me sacó del trance en el que me encontraba, me volví sobre mis pasos y pude contemplar toda la escena dantesca que había en mi salón.  Un hombre yacía en el suelo bañado en sangre y los muebles estaban desparramados por el suelo.  Sin duda, yo lo había matado.