El siguiente relato fue merecedor de un tercer puesto en el I Certamen de Relato corto Memorial "Conrada Muñoz" del año 2010.
La
mañana del sábado había amanecido fresca y Agustín Torres, seminarista
en su último año, había decidido que ese fin de semana no iría a visitar
a sus padres al pueblo. Quería ir a la prisión y estar al lado de
quiénes necesitaban apoyo espiritual o de los que no tenían visitas de
familiares. Casi siempre había ido a los hospitales, comedores sociales,
residencias de ancianos, centros de rehabilitación para
drogodependientes a llevar la palabra de Dios; un poco de compañía y
cariño a quiénes lo necesitaban. A veces el dar cariño a una persona es
el mejor de los regalos. Ratos de conversación para aquellos que están
excluidos, gentes que porque estamos acostumbrados a ver en la calle
como parte del mobiliario urbano ya no miramos; pero nunca había entrado a un Centro Penitenciario.
El
capellán del la prisión le había incluido en la lista que pasaba al
Director para que autorizasen su entrada, y en concreto le había hablado
de Pedro Salgado, un hombre cercano a los cuarenta y cuyo destino era
de cabo de limpieza en el modulo seis.
Agustín después de desayunar con todos los que como él se habían quedado en el seminario,
se preparó meticulosamente su mochila donde llevaba su Biblia y sus
objetos personales. Se volvió a peinar frente a un espejo que le
devolvía una imagen temblorosa y ajada por sus años, y tras poner cada
pelo en su sitio, salió directo al garaje donde aparcaba su coche. Tenía
las manos sudorosas a pesar de que no hacía calor, arrancó el vehículo y
se dirigió hacía la calle.
El trayecto se le hizo corto, eran las diez de la mañana, aparcó
en la entrada del Centro y se fue directo a los Accesos, donde le
entregó al funcionario que prestaba su servicio en ese momento su
documentación y éste le dio una tarjeta que colgó de la solapa de su
chaqueta. Tras pasar la puerta giratoria y volver a ser identificado, se
le retuvo su DNI.
Y le dieron paso al modulo que iba a visitar. El funcionario de ese módulo le indicó que el
interno, Pedro Martínez, estaba en la Sala de día, y le señalo con el
dedo a un hombre de aspecto taciturno que se hallaba sentado en una
silla leyendo un libro y de vez en cuando levantaba los ojos sin mirar a
ningún lado en concreto.
Agustín se dirigió hacia él con su Biblia en la mano, con
paso firme y decidido se sentó sin decir nada. Ambos hombres se miraron
fijamente a los ojos y sus bocas no sabían qué palabras pronunciar.
-¡Hola! ¿Te importa que me siente aquí?-balbució Agustín.
-No padre, no se preocupe, no me importa puede usted sentarse donde quiera.
-No
soy sacerdote todavía, me puedes llamar Agustín. He venido a verte
expresamente a ti, el capellán del Centro me ha dicho que no tienes
muchas visitas.
-Así es…no le ha mentido-contestó desafiante mientras cerraba el libro lentamente.
-¿Puedo preguntarte por qué estás aquí?-dijo Agustín, aún a sabiendas que estaba por una condena de tráfico de drogas.
-Sí, por traficar. Aunque no lo soy, me lo ofrecieron y como no tengo nada que perder…lo hice- respondió altivo.
-¿Esa chica del tatuaje es tu esposa?
-No, mi hermana Paula- dijo mirando al techo.
-Uno no se tatúa a su hermana, mucho la tienes que querer.
-No lo sabe usted bien.
Agustín
sacó un paquete de tabaco de su mochila y le ofreció un cigarrillo a
Pedro, que este cogió sin rechistar, ambos hombres exhalaban bocanadas
de humo que ascendía y se extendía por toda la habitación mezclándose
con los humos de los otros internos, que jugaban al dominó o veían la
televisión.
-Me ha llamado la atención eso que has dicho de “no tenía nada que perder” ¿por qué?-dijo Agustín mirándole de nuevo a los ojos.
-Muy fácil, llevo años en la calle, por eso…simplemente. ¿Quiere que le cuente un poco de mi?
-Sí
por favor, habla que te escucho- le dijo el seminarista poniendo una
sonrisa que le invitaba a la complicidad, para que Pedro se sintiera
relajado.
-Cada
día pasaban a la misma hora, por delante de la iglesia de la calle San
Antón. Entre el barullo de la gente eran dos desconocidos más para mi,
dos peatones más. Ella siempre de la misma forma: con la misma gabardina
color marrón intemporal, las mismas botas altas, de tacón bajo y
grueso. Las manos metidas en los bolsillos. Sostenía el bolso en una de
sus muñecas, porque parecía que se le escurría de los hombros. Su cara
pálida, con una expresión en el rostro de ambigüedad, y su caminar casi
etéreo, como si de un ánima se tratase. Le asomaba la falda, por debajo
de la gabardina, también marrón. Su pelo, rubio y largo, aunque un poco descuidado para ser una mujer aún joven. Sus ojos de un azul intenso, como el mar, que cuando me miraban me
hacían sentir un escalofrío, cómo si ella supiera en qué estaba yo
pensando. Una mujer muy alta y enjuta, pero que sin embargo llamaba mi
atención sin yo darme cuenta.
El
es moreno un hombre de aspecto normal, iba con un periódico bajo el
brazo y de unos cincuenta años. Uno más, de los muchos que pasan al cabo
del día.
Ella
iba en dirección a Recogidas y él, San Antón abajo, pero cada mañana a
la misma hora, a eso de las nueve y media, se cruzaban en la misma acera
en la que estaba yo sentado. Donde esperaba que alguno de los
transeúntes dejara algo en mi caja de cartón, o que alguna de las
feligresas de la iglesia, se apiadara de mi indigencia, y dejara caer
los céntimos que les sobraban, con los que comprar algo para llevarme yo
a la boca, y por qué no decirlo, para algún cartón de vino barato, pero
que alivia igual que los otros la sordidez de mi vida.
Nunca se miraban,
ella se ponía a ojear el bolso buscando algo y él parecía interesarse
en su periódico, y cuando había una distancia entre ellos suficiente,
levantaban súbitamente las cabezas de sus quehaceres improvisados para
volver de nuevo a la calle.
Un día frío del mes de Diciembre, de esos que en Granada te calan hasta los huesos y se te hiela el aliento; yo estaba
en el mismo sitio de siempre, pero un poco más hablador que de
costumbre. En vez de estar en mi cartón en el suelo, porque era
imposible estar quieto del frío, me encontraba dando pasos de un lado a otro delante de la puerta de la iglesia convento.
-Niña, ¿tienes una “limosnica” para este pobre? Abuela, déme usted algo. ¡Señora, algo suelto tiene, seguro…!
Andaba
y parloteaba a la vez en la mitad de la acera, para no congelarme por
las temperaturas tan bajas. Ese día los dos fueron a echar unas monedas a
mi mano a la vez, ella levantó la vista y al verlo dijo con una voz
seca y quebrada:
-¡Hola Paco! ¿Cómo estás?
-Bien, ¿y tu?- dijo él.
Sus
voces, temblorosas se aquietaban en sus gargantas, y se helaban sus
miradas y no por el frío de la escarcha de la mañana. Ella quitó su mano
y la escondió rápidamente en el bolsillo de su gabardina como si
quisiera protegerse.
-¿Todos bien?- balbuceó ella.
-Si –contestó el hombre, con la mirada fija en el escaparate de la floristería de enfrente.
Yo,
en medio de los dos sin saber qué hacer ni qué decir, para romper ese
hielo esa indiferencia; ¡ojalá hubiera tenido alas como Ícaro! y solo
acerté a decir:
-Maestro, hace frío con ganas hoy, si señor, mucho- y como si de un encanto se tratase diluyó aquella tensión y cada uno tiró para su lado de la calle y yo respiré tranquilo.
Todos
los días eran iguales. Se acercaba la Navidad y todas las calles del
centro lucían espléndidas, llenas de pascueros, amarillos, rojos, luces
de colores colgaban de entre los balcones de los edificios. Era martes,
lo recuerdo con claridad, porque era festivo y había misa
de diez, ese día ella venía desde lejos buscándolo con la mirada entre
los viandantes; hasta que lo encontró, cuando estaba a unos pasos de mí,
y pude oír la conversación.
-Paco, buenos días, ¿cómo estás?
-Bien- dijo él en tono áspero.
- No crees que ya es hora de que dejemos atrás el pasado, nuestras diferencias- dijo ella- Mamá nos necesita a todos.
-La verdad, sí…son ya muchos años, pero hay mucho rencor…-contestó, sin apartar la mirada del suelo, titubeante.
El asintió con la mirada y siguió su camino sin decir ni una palabra.
Siempre pensé que habían sido pareja por esa forma de mirarse
de reojo sin que el otro se diese cuenta. En ese momento me puse a
llorar, pero nadie se fija en un vagabundo que llora. Me senté en el
suelo, justo en el tranco del pórtico de la Iglesia y tapé mis lágrimas con mis manos enrojecidas por el frío.
-¿Se
preguntará usted por qué?-hizo una pausa en la que se encendió un
cigarro-¿por qué yo que minutos antes estaba bien, al ver a esos dos
extraños de los que no sabía nada; lloré por lo que les escuché
decir?-El interno hizo una pausa, esperando una respuesta.
El
seminarista lo miró con cara expectante, y con las manos le indicó que
siguiese hablando. El pobre no podía articular palabra, ¿qué tendría qué
ver esa rocambolesca historia?
-Me
acordé de Paula, mi única hermana y amiga. Murió por mi culpa, yo debí
conducir esa noche, ella había bebido demasiado. Festejábamos que
habíamos acabado la carrera de Matemáticas. Se saltó un semáforo y lo
demás se lo puede imaginar…
Mis padres, en vez de apoyarse en mí me culparon de todo, de
que yo la incitaba a cosas que no debía y en su locura mi padre un día
me echó de casa. La calle no es buena, se engancha uno a muchas
cosas…-las lágrimas rodaban por su cara- nunca he vuelto a saber de
ellos, ni siquiera sé si viven.
Agustín
también secó sus lágrimas, encendió otro cigarrillo. No sabía si hablar
o callarse. El sabía lo que eran las drogas, alguien lo cogió a tiempo,
confió en él y lo rehabilitó, y por eso ahora Agustín quería estar al lado de los necesitados.
Recuerdo cuando era pequeña que con la llegada del verano venían aparejadas las series juveniles de televisión. Tal vez alguno os acordaréis de "El coche fantástico", "Pipi Calzaslargas","El equipo A" y el mítico "Verano azul" entre otras; y de como llorábamos con la muerte de Chanquete cada verano hasta bien entrados en la adolescencia. Todo esto viene a colación de esta entrada porque es una reposición, un relato que escribí en verano del 2010 y que estaba por ahí perdido en un rincón de este blog.
ResponderEliminarComo ya sabéis mi musa se ha tomado unos días libres o me ha abandonado para siempre, tal vez con el calor ha decidido mudarse a un lugar más frío y está demasiado lejos como para que yo oiga sus susurros.
Un abrazo muy grande.
María Eva.
Hola.Maria Eva,Antes que nada me alegro que solucionara tus problemas con tu blog,un saludo.
ResponderEliminarMe has impresionado con este relato tan bien llevado y narrado...te felicito...no me extraña que hubiera sido un tercer premio en un certamen, es muy bueno...un besote preciosa...con este bagaje que demuestras aquí, seguro que tus musas volveran y nos hará disfrutar.
ResponderEliminarGracias por los kilómetros de amor que viertes sobre la vida. Besos.
ResponderEliminarLa vida es una caja de sorpresas María Eva, no sabemos que nos depara a la vuelta de cada esquina, solo hay que saber enfrentar lo que nos toca con la mejor valía.
ResponderEliminarExcelente relato, me ha llenado mucho.
Gracias.
un beso
María Eva, es muy buen trabajo, Felicitaciones por él y por el concurso
ResponderEliminarexperimentar situaciones extremas como es una condena judicial, implica abrir una caja de Pandora cruda , fuerte, brutal
que solo los más fuertes sabrán salir de ella, lamentablemente muchos son los que sucumben y vuelven una y otra vez sin poder salir del remolino
un abrazo grande, ten un fin de semana precioso!!!
Emocionante, triste y conmovedora historia la que nos presentas hoy aquí. Un fiel reflejo de la realidad que vive mucha gente que por un error o circunstancias de la vida se ve abocado a vivir solo.
ResponderEliminarun besote
Ufff pues si el otro me ha llegado este... es excelente Maria Eva, de verdad.
ResponderEliminarLo cuentas muy bien, haces que nos metamos en la historia. Detrás de cada persona que vive en la calle hay una historia... quien sabe si igual de dura que esta?
Abrazos!
Gracias Mónica, a veces la realidad supera la ficción y seguro que hay historias más crudas que esta.
EliminarUn abrazo grande.