Era realmente un muchacho extraño,
caminaba ensimismado por entre la gente. Daba lo mismo que fuese verano o
invierno él siempre vestía la misma chaqueta de cuadros escoceses y
unas botas militares. Su pelo, largo y con una cola hecha de
innumerables rastas, tenía un color mugriento. No debía tener más de
treinta años pero parecía tener toda su vida vivida. Su cara de
bobalicón daba pena a quiénes lo observábamos y cuando te miraba te
hacía sentir un escalofrío que te recorría todo el cuerpo. Un día me
atreví a seguirlo. Aparqué mi coche junto a un banco del paseo por el
que él caminaba. Dejé varios metros de distancia entre él y yo, aunque
si hubiese ido pegada a sus hombros estoy segura de que ni siquiera
habría sido consciente de mi presencia. En el fondo me daba un poco de
miedo pero la curiosidad era más pertinaz que mi desconfianza.
Caminaba
por entre callejones estrechos impregnados de aromas entreverados de
azúcares y fritangas de las cocinas. Aligeró el paso y con las manos en
los bolsillos parecía que más que caminar interpretaba una marcha
militar. Yo comencé a sentir que mi corazón se agitaba, mi paso en un
principio suave, se tornaba casi en una pequeña carrera para no perderlo
entre la gente que a duras penas transitaba por entre las aceras y las
bicicletas. Podía haberme dado la vuelta en cualquier momento, ¿qué
necesidad tenía yo?, ¿a mí qué me importaba donde iba ese chico? Pero
algo me decía que tenía que seguir hasta el final.
El
chico giró hacia la izquierda y empujó una pesada puerta de madera
adornada con herrajes enmohecidos y desconchados. La puerta crujió e
hizo un esfuerzo con las dos manos para abrirla. El edificio era
antiguo, tal vez del siglo pasado, varios ventanales vertían sus ojos a
la calle. El tejado de un momento a otro parecía que se iba a venir a
tierra. La puerta se quedó entreabierta invitando a entrar a un patio
silencioso donde la luz penetraba tenuemente a primeras horas de la
mañana y poco a poco se iba reflejando en los charcos acharolados del
suelo provenientes del agua de haber regado las macetas. Colgaban de las
paredes multitud de plantas de todos los colores: geranios, tulipanes,
margaritas, pensamientos, dalias y una madreselva preñada de flores
trepaba por entre los barrotes de las ventanas y cubría la cal
envejecida de la casa. El mundano ruido del exterior se había disipado
en apenas unos segundos. Era una paz inmensa la que se sentía en ese
lugar. Una pequeña puerta en uno de los laterales del patio era la única
salida. Intenté llamar a aquel muchacho. Desapareció. Aún guardo la
sensación de paz que sentí en aquel repentino jardín en medio de tanto
ruido.