Atardecía.
Las primeras sombras de la noche dejaban entrever los cuerpos a través
de las ventanas que tenían las luces encendidas del edificio. Se
levantó un suave viento que acariciaba mi cara y mecía las hojas de los
árboles del parque en el que estaba sentado esperándola. Había soñado
tantas veces con encontrarme con ella ahí, cara a cara, a la salida del
colegio. Me arreglé mi chaqueta, la sacudí concienzudamente para
eliminar la más mínima partícula que pudiera entorpecer el encuentro.
Movía mi cabeza en todas las direcciones, y nadie aparecía. Bueno, sí,
pero eran personas anónimas que nada me decían, solo caras levantadas al
frente con un caminar casi mecánico que los llevaban de un lado de la
ciudad hasta otro. Abuelos con sus nietos, que cuidaban mientras sus
padres atesoraban bienes con los que subsistir por medio del trabajo,
pues riquezas pocas... Jubilados que jugaban a la petanca, perros
ansiosos del espacio cercenado por sus dueños en minúsculos pisos,
madres con sus hijos, corrillos de abuelas que contaban chascarrillos de
tiempos pasados y sus risas, que se escuchaban desde donde yo estaba, y
que alguna vez arrancaron la mía
Era
a la vez una mezcla de ruido y silencio, yo permanecía sentado con
todos mis sentidos alerta para ver si pasabas por delante de mis ojos
que te buscaban con toda la ansiedad que podía. Día tras día, estaba ahí
sentado con la única ilusión de verte. “Tal vez se acuerde aún de mí”
pensaba dentro de lo más profundo de mi ser, al fin y al cabo fuimos
compañeros de clase durante muchos años; aún recuerdo el olor que
desprendías al pasar delante de todos los niños, lavanda. ¿Seguirás
oliendo a lavanda?
Se
abrieron las puertas del colegio, salieron los niños en desbandada,
como siempre. La algarabía que formaban me transportó a nuestros años de
inocencia plena. Me puse mis gafas, para poder verte. Mis ojos ya no
son lo que eran, apenas sí distingo una “Be” grande de una “uve” chica.
Ahí
estabas tú, en la puerta de madera que tantas veces habíamos cruzado
juntos, que nos aislaba del mundo para enseñarnos lo que era el mundo...
y cómo sobrevivir en él.
Han
pasado los años, te sigo viendo hermosa, ya no luces la lozanía de
antaño. Pero mis ojos entristecidos y achicados por los años siguen
viendo a esa niña saltarina, rubia, con trenzas atadas con lazos de
múltiples colores, que se sonrojaba con una miraba, y que me regalaba un
dulce e inocente beso en la mejilla cuando le ofrecía una chocolatina.
La vida nos llevo por diferentes caminos, a mí por el lado equivocado y
a ti por las manos de Dios.
Cada
día vendré mientras me queden fuerzas a ver cómo te despides de los
niños del colegio e imaginaré que esas sonrisas son para mí, y esos
besos que lanzas con tus débiles manos también son míos. Me sentaré en
este banco con la esperanza de que alguno de estos días te fijes en este
viejo, aunque mi cara ajada por los años no te devolverá la imagen que
tenía el día en que nos dimos nuestro único beso.