Le miraba una y otra vez. No podía dejar de observar sus labios, se abrían y cerraban pronunciando toda una sarta de palabras. Apenas podía entender todo lo que me decía. Sus ojos, hieráticos, se clavaban en los míos. Por más que quería no encontraba ni siquiera un atisbo de lo que antes nos había unido. Maté el tiempo, y ella agonizó en mis manos.