Llegaste a la hora prevista,
cuando el sol anaranjado daba paso a una noche en ciernes que prometía ser
intensa. Apenas habías cambiado nada desde la última vez que nos vimos. Los
mismos ojos, el mismo pelo (cuántas veces soñé con tocar tu pelo), tu cuerpo no
denotaba tu reciente maternidad. Por delante teníamos tres semanas de
vacaciones en las que hacer todo eso que añoraba: un simple paseo, ir a la
playa y por qué no salir a cenar. Sólo por eso merecía la pena haberme casado
con tu madre.
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MUCHAS GRACIAS
SIN VOSOTROS ESTO NO SERÍA LO MISMO. GRACIAS POR ESTAR EN ESTE SITIO.
Tranquility
viernes, 31 de agosto de 2012
jueves, 23 de agosto de 2012
A los desaparecidos.
Una voz se escucha,
"Que olvide el que quiera"...
Yo desde este lugar,
no sé si reír o llorar.
No puedo sentir ni oír
pero siento y oigo,
debajo de la cal sepultado.
En parajes donde ahora nacen flores,
alegres campanillas, rosas de pitiminí,
amapolas o girasoles.
Umbrías de barrancos donde las zarzas
se enredan unas con otras,
como nuestras manos, y nuestra sangre
derramada, mezclada y olvidada.
Dichosos los lugares donde
sobre nuestros cuerpos
cubiertos por tierra fecunda,
se levantan estatuas sin rostro,
monolitos que nos recuerdan.
Donde los olivos de las ánimas,
crecen y sus ramas lánguidas
nos lloran.
Ahora hemos vuelto,
encontrados todos al fin podremos disfrutar,
de una puesta de sol,
de una lluvia fina,
del llanto de nuestros nietos,
del amor que no vivimos...
De un paisaje hermoso y no agreste
como es éste donde nos hayamos.
"Que olvide el que quiera"...
Yo desde este lugar,
no sé si reír o llorar.
No puedo sentir ni oír
pero siento y oigo,
debajo de la cal sepultado.
En parajes donde ahora nacen flores,
alegres campanillas, rosas de pitiminí,
amapolas o girasoles.
Umbrías de barrancos donde las zarzas
se enredan unas con otras,
como nuestras manos, y nuestra sangre
derramada, mezclada y olvidada.
Dichosos los lugares donde
sobre nuestros cuerpos
cubiertos por tierra fecunda,
se levantan estatuas sin rostro,
monolitos que nos recuerdan.
Donde los olivos de las ánimas,
crecen y sus ramas lánguidas
nos lloran.
Ahora hemos vuelto,
encontrados todos al fin podremos disfrutar,
de una puesta de sol,
de una lluvia fina,
del llanto de nuestros nietos,
del amor que no vivimos...
De un paisaje hermoso y no agreste
como es éste donde nos hayamos.
domingo, 19 de agosto de 2012
Cita en el parque
Salí de casa a la
hora acostumbrada. Me aseguré de que llevaba todo lo imprescindible en
mi bolso: las llaves, el monedero, el móvil y sobretodo la foto de la
persona con la que me iba a encontrar en el parque. Era un poco tarde,
la noche ya había hecho presencia en las calles. Me arreglé ligeramente
mi abrigo, coloqué mi pelo y en un escaparate comprobé que mi vestuario
estaba espléndido. Después de todo aún soy una mujer hermosa, no tengo
de qué quejarme, algunas de mis amigas han envejecido bastante peor que
yo. Tal vez demasiado solitaria, pero de vez en cuando busco la compañía
de alguien con quien robar el tiempo a mi reloj. Un ligero escalofrío
recorrió mi cuerpo, y los nervios se alojaron en mi estomago; una arcada
ácida subió hasta mi boca. Lo había hecho otras veces, esta no era la
primera vez que me citaba con alguien a estas horas. Debería de esta
acostumbrada ya a esta sensación.
Ahí
está al lado del árbol de Judas, siempre quedo al lado de esta planta
así no hay pérdida, me aseguro de que todos conozcan ese lugar del
parque antes del encuentro. Es más privado, menos transitado…
Impecablemente vestido (igual que en la foto) con una gabardina negra
oculta su rostro con un sombrero de ala también de color negro. Me voy
acercando, paso a paso, miro en todas las direcciones, nadie me está
siguiendo. Por fin, por fin lo voy a ver, lo que tanto he deseado al fin
será mío.
-Señora,
aquí tiene las fotos de su marido con su amante un par de horas antes
del crimen- dijo metiendo su mano derecha en el bolsillo interno de su
gabardina.
Ahora tenía a mi marido en mis manos…
martes, 14 de agosto de 2012
La Mentira
Angélica
cogió una copa de vino, y la miró detenidamente. Trataba de buscar en
ella algo que la reviviera en ese instante. No había nada que la hiciera
reaccionar, se sentía perdida. Una mentira piadosa había sido la
culpable de todo lo que le estaba pasando ese día. Por mucho que ella le
había dicho, no era suficiente para que Alberto la perdonase. Ya no
confiaba en ella. Se había roto la magia; ese hilo invisible que los
unía, y que por muchas vueltas que diera la vida, por muchos nudos que
se le hicieran jamás se partiría. Cerró los ojos, como queriendo borrar
todo lo que vivió, la imagen de Alberto enfadado, gritando mientras
cogía sus cosas. Aún resonaba en sus oídos el golpe de la puerta cuando
éste salió de casa.
Ella
seguía mirando la copa de vino tinto, rojo como la sangre. La suya le
hervía en las venas después de toda la ofuscación. En el otro lado de la
mesa estaba la copa de Alberto, sola en una esquina al lado de la
botella. Una botella de vino
tinto, que pretendía ser el elixir de una noche de amor, una noche que
la desventura tornó en desidia. Alberto se sintió engañado, ninguneado
cómo si Angélica hubiera estado jugando a dobles con él y con su ex
pareja.
Cogió
la copa de vino, y después de secarse las lágrimas, la llevó a sus
labios y bebió. Luego, levantó la copa y la miró para ver los destellos
granates, olió el aroma intenso afrutado y con un toque de vainilla.
Volvió a beber, era fresco, ligero y con la acidez justa. Se sintió
aliviada, al menos sus nervios se relajaron un poco; el vino le ayudó a
aguantar el envite del llanto. Se dejó caer en el sillón, en silencio,
con la mirada perdida en ninguna parte. Sus pensamientos alborotados,
como también lo estaba el salón. Por más que se preguntaba a sí misma,
no entendía cómo había acabado la noche así. Cada uno por un lado y la
mesa puesta con las copas de vino que eran los únicos testigos de lo que
allí había pasado. Dos copas tulipas, que parecían que se reían
burlonas de toda la escena. Nunca imaginó que acabaran las cosas así,
era la única persona que de verdad le había interesado en la vida. La
única que le había enseñado lo que significaba que la quisieran. El
único hombre con él que la palabra amor tenía significado. Por no
hacerle daño, retrasó contarle una cosa, y fue su perdición, el creía
que otras veces también le había mentido. El llanto acampó de nuevo por el rostro de Angélica, entre suspiros y sollozos se quedó dormida con las primeras auras del día.
La
cerradura de la puerta crujió con el giro de la llave desde el
exterior. Alberto llegó a la casa y se encontró todo tal y como la noche
anterior se había quedado. Lo único diferente era la botella de vino ya
vacía, tirada en el suelo junto al sillón donde dormía Angélica. Su
copa de vino, estaba intacta en el mismo sitio donde la puso la noche
pasada. Corrió las cortinas y se sentó en el sillón situado al lado del
que ocupaba Angélica. En silencio esperó que ella se despertara, sin
decir ni una palabra. Un mal entendido no podía acabar con cuatro años
de amor, él no la quería perder.
Los
rayos del sol entraban por la ventana, acariciaban la cara de Angélica
haciéndola si cabe más hermosa a los ojos de él. Despertó y lo vio
sentado en frente de ella, no supo qué decir. Alberto se levantó y la
cogió por sorpresa de la cara, y la besó en los labios y luego en la
frente.
sábado, 11 de agosto de 2012
Sirenas
Apuraba la colilla del cigarro y la
última calada le llego hasta lo más profundo de sus pulmones. Una tos fuerte le
sobrevino y en apenas unos segundos sintió que se iba de este mundo. La saliva
le cortaba el transito del aire hacia sus pulmones encharcando su boca y provocándole
que su cuerpo se doblara buscando la postura en la que poder escupir y salir de
ese túnel de muerte en el que se había metido. El médico le tenía prohibido
fumar, además de otras cosas, pero poco le importaba ya; el forcejeo había
acabado con su mejor amigo y las sirenas de la policía se escuchaban en la
calle.
domingo, 5 de agosto de 2012
El transeúnte
Era realmente un muchacho extraño, caminaba ensimismado por entre la gente. Daba lo mismo que fuese verano o invierno él siempre vestía la misma chaqueta de cuadros escoceses y unas botas militares. Su pelo, largo y con una cola hecha de innumerables rastas, tenía un color mugriento. No debía tener más de treinta años pero parecía tener toda su vida vivida. Su cara de bobalicón daba pena a quiénes lo observábamos y cuando te miraba te hacía sentir un escalofrío que te recorría todo el cuerpo. Un día me atreví a seguirlo. Aparqué mi coche junto a un banco del paseo por el que él caminaba. Dejé varios metros de distancia entre él y yo, aunque si hubiese ido pegada a sus hombros estoy segura de que ni siquiera habría sido consciente de mi presencia. En el fondo me daba un poco de miedo pero la curiosidad era más pertinaz que mi desconfianza.
Caminaba
por entre callejones estrechos impregnados de aromas entreverados de
azúcares y fritangas de las cocinas. Aligeró el paso y con las manos en
los bolsillos parecía que más que caminar interpretaba una marcha
militar. Yo comencé a sentir que mi corazón se agitaba, mi paso en un
principio suave, se tornaba casi en una pequeña carrera para no perderlo
entre la gente que a duras penas transitaba por entre las aceras y las
bicicletas. Podía haberme dado la vuelta en cualquier momento, ¿qué
necesidad tenía yo?, ¿a mí qué me importaba donde iba ese chico? Pero
algo me decía que tenía que seguir hasta el final.
El
chico giró hacia la izquierda y empujó una pesada puerta de madera
adornada con herrajes enmohecidos y desconchados. La puerta crujió e
hizo un esfuerzo con las dos manos para abrirla. El edificio era
antiguo, tal vez del siglo pasado, varios ventanales vertían sus ojos a
la calle. El tejado de un momento a otro parecía que se iba a venir a
tierra. La puerta se quedó entreabierta invitando a entrar a un patio
silencioso donde la luz penetraba tenuemente a primeras horas de la
mañana y poco a poco se iba reflejando en los charcos acharolados del
suelo provenientes del agua de haber regado las macetas. Colgaban de las
paredes multitud de plantas de todos los colores: geranios, tulipanes,
margaritas, pensamientos, dalias y una madreselva preñada de flores
trepaba por entre los barrotes de las ventanas y cubría la cal
envejecida de la casa. El mundano ruido del exterior se había disipado
en apenas unos segundos. Era una paz inmensa la que se sentía en ese
lugar. Una pequeña puerta en uno de los laterales del patio era la única salida. Intenté llamar a aquel muchacho. Desapareció. Aún guardo la
sensación de paz que sentí en aquel repentino jardín en medio de tanto
ruido.
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