Las viejas escaleras de madera llenas de carcoma crujían bajo mis
pies. Cada paso era treinta centímetros de ascensión hacia lo desconocido.
Nunca me atreví a subir al desván y llevaba años queriéndolo hacer. Desde niño
mi padre me amenazaba con encerrarme allí cuando me portaba mal, cuando las
trastadas que le hacía a mi hermano menor rayaban la perversidad, pero, acudía
en mi salvación mi madre y como mucho me castigaban sin salir a la calle una
semana. Ese tiempo transcurría entretenido en el salón de casa con los libros
del colegio, jugando al trompo y molestando a mi hermano cada vez que se presentaba la
ocasión y mis padres no estaban presentes, claro está.
Había oído mil historias sobre lo que había allí arriba, desde las más
inmundas ratas que me comerían los pies hasta murciélagos que en las noches de
luna llena se convertían en vampiros y por las ventanas rotas salían en busca
de su indispensable dosis de sangre. Intrigas que mi imaginación avivaba y en
las noches de tormenta me impedían dormir. El corazón me palpitaba cada vez con
más fuerza, el miedo era una mano que me empujaba en las dos direcciones.
Avanzaba un paso y retrocedía dos, pero mi curiosidad era mayor, tanta como
para sacar fuerzas de donde no las tenía y llegar hasta el último escalón.
La llave estaba colgada en un clavo al lado derecho de la puerta. Una
llave muy grande, de hierro y cuyo óxido se pegó a mis dedos y a toda la mano. Antes
de meter la llave en la cerradura miré por ella y apenas pude ver nada, una
sombra tapó el agujero en ese momento. Mi reacción fue marcharme, bajar de dos
en dos las escaleras, pero el miedo de la niñez no podría acobardarme ahora. La
cerradura crujió dos veces, una en cada vuelta, y tras un fuerte empujón la
madera cedió dando paso a una estancia
oscura y amplia llena de muebles viejos,
unos tapados con sábanas y otros por una densa capa de polvo. Las arañas
deambulaban en su paraíso solo mancillado por mi presencia; las palomas que
había en uno de los rincones aleteaban y daban topetazos unas con otras más asustadas que yo. Allí no había restos de
ratas ni de murciélagos ni de ningún otro animal que tanto miedo engendró en mi niñez. Lo único que llamó mi atención fue una maleta de cartón piedra de color marrón
que descansaba encima de una mesa esperando a que alguien la abriera. Me fui
hacia ella con paso decidido, le revisé concienzudamente, la levanté y la miré
por debajo, por encima, por los costados, tenía algunos roces pero nada serio. Se
veía que no había viajado mucho, tal vez mi padre no la usó por miedo a que se le deformara con la
lluvia, el siempre viajaba en invierno. Recuerdo que solía hacerlo con una de
piel roja, con unas hebillas y con una cerradura cuya llave se colgaba del
cuello cuando salía de casa.
Abrí la maleta, en ella había recortes de periódico amarilleados por el tiempo,
cintas de radiocasete, un cortaúñas, monedas de otros países y un espejo. Me miré largo tiempo en él buscándome. Detrás del espejo había una nota pegada con
un trozo de esparadrapo marrón que decía “Pablo, no tengas miedo a lo
desconocido, ten miedo de ti mismo”
firmado: Papá.