Seguidores

MUCHAS GRACIAS

SIN VOSOTROS ESTO NO SERÍA LO MISMO. GRACIAS POR ESTAR EN ESTE SITIO.

Tranquility

martes, 6 de noviembre de 2012

El desván




Las viejas escaleras de madera llenas de carcoma crujían bajo mis pies. Cada paso era treinta centímetros de ascensión hacia lo desconocido. Nunca me atreví a subir al desván y llevaba años queriéndolo hacer. Desde niño mi padre me amenazaba con encerrarme allí cuando me portaba mal, cuando las trastadas que le hacía a mi hermano menor rayaban la perversidad, pero, acudía en mi salvación mi madre y como mucho me castigaban sin salir a la calle una semana. Ese tiempo transcurría entretenido en el salón de casa con los libros del colegio, jugando al trompo y molestando a  mi hermano cada vez que se presentaba la ocasión y mis padres no estaban presentes, claro está.
Había oído mil historias sobre lo que había allí arriba, desde las más inmundas ratas que me comerían los pies hasta murciélagos que en las noches de luna llena se convertían en vampiros y por las ventanas rotas salían en busca de su indispensable dosis de sangre. Intrigas que mi imaginación avivaba y en las noches de tormenta me impedían dormir. El corazón me palpitaba cada vez con más fuerza, el miedo era una mano que me empujaba en las dos direcciones. Avanzaba un paso y retrocedía dos, pero mi curiosidad era mayor, tanta como para sacar fuerzas de donde no las tenía y llegar hasta el último escalón.
La llave estaba colgada en un clavo al lado derecho de la puerta. Una llave muy grande, de hierro y  cuyo  óxido se pegó a mis dedos y a toda la mano. Antes de meter la llave en la cerradura miré por ella y apenas pude ver nada, una sombra tapó el agujero en ese momento. Mi reacción fue marcharme, bajar de dos en dos las escaleras, pero el miedo de la niñez no podría acobardarme ahora. La cerradura crujió dos veces, una en cada vuelta, y tras un fuerte empujón la madera  cedió dando paso a una estancia oscura y  amplia llena de muebles viejos, unos tapados con sábanas y otros por una densa capa de polvo. Las arañas deambulaban en su paraíso solo mancillado por mi presencia; las palomas que había en uno de los rincones aleteaban y daban topetazos unas con otras  más asustadas que yo. Allí no había restos de ratas ni de murciélagos ni de ningún otro animal que tanto miedo  engendró en mi niñez. Lo único que  llamó mi atención fue  una maleta de cartón piedra de color marrón que descansaba encima de una mesa esperando a que alguien la abriera. Me fui hacia ella con paso decidido, le revisé concienzudamente, la levanté y la miré por debajo, por encima, por los costados, tenía algunos roces pero nada serio. Se veía que no había viajado mucho, tal vez mi padre no la usó  por miedo a que se le deformara con la lluvia, el siempre viajaba en invierno. Recuerdo que solía hacerlo con una de piel roja, con unas hebillas y con una cerradura cuya llave se colgaba del cuello cuando salía de casa.
Abrí la maleta, en ella había recortes  de periódico amarilleados por el tiempo, cintas de radiocasete, un cortaúñas, monedas de otros países y un espejo.  Me miré largo tiempo en él buscándome.  Detrás del espejo había una nota pegada con un trozo de esparadrapo marrón que decía “Pablo, no tengas miedo a lo desconocido, ten miedo de ti mismo”  firmado: Papá.