Septiembre es un mes de comienzos
y de dejar atrás algunas cosas que nos han llenado todo el verano, al menos
aquí en el hemisferio Norte donde reposan mis pies. Los colegios se vuelven a llenar de niños
rezongones que no quieren madrugar para ir, ni dejar atrás todas las prebendas
de las que han disfrutado en el periodo estival, y es que, a nadie le gusta
volver a la rutina.
Hemos de engrasar de nuevo el eje de la rueda
interna que nos mueve y decir adiós a la toalla, la playa, la arena el chiringuito y la fiesta. Atrás quedan las
quemaduras, los protectores solares, la arena que se mete en sitios
insospechados, las largas siestas en esas tardes tórridas que en el sur son
interminables y en las que salir a la calle
con el calor asfixiante es un acto de valentía. En las que un buen libro se convierte a veces
en un arma de doble filo porque en más de una ocasión nos adormece muy a nuestro
pesar, y descansa sobre nuestro pecho a la par que lo hacemos nosotros dormido soñando con incontables lectores.
Septiembre es la antesala del otoño, de los días
más cortos y las noches más largas. Es reencontrarse con los viejos proyectos,
reconvertidos en sueños nuevos. Es la paleta de colores en la que se refleja el
final de cada ciclo con sus verdes desteñidos en mil tonos hasta llegar al
amarillo dorado. Es una vuelta de tuerca, de ciclo, de vida, es el principio de
un nuevo año al menos para mí, por que hoy, hoy es mi cumpleaños.