La altivez con la que me
miraba Marta cuando éramos niños siempre hirió mi amor propio. Cada vez que
acompañaba a mi madre a casa de los Sres. Pérez cuando les llevaba la cesta con
la ropa planchada y algunas cosas que ella les cosía; percibía un escalofrío
que me recorría todo el cuerpo con la mirada de esa niña insidiosa que me hacía
sentir inferior. Ella se pavoneaba con sus vestidos de niña rica llenos de
lazos y volantes; mientras esperábamos que el ama de llaves nos diese el
siguiente encargo semanal.
Yo,
que no me he arrugado nunca ante nada y menos delante de una mujer; me crecía
dentro de mis ropas desgastadas y modestas, mirándola por el rabillo del ojo y
le hacía burlas mientras ella se encaprichaba por algo que su niñera al
instante debía de darle; una mujer joven de aspecto mustio que apenas hablaba
con nadie -no sé si por timidez o debido a su juventud, apenas tendría cinco o
seis años más que Marta-.
Han
pasado los años, y aún sigo sintiendo cuando me cruzo con Marta esa sensación
de inferioridad al dedicarme ella una de sus miradas de arriba abajo. A veces
me da la sensación de que ella quiere hablarme, sin embargo, yo levanto mi
cabeza con altivez y lo único que hago es un leve gesto con las cejas a modo de
saludo; pues gracias a los esfuerzos de mi madre conseguí con los años no ser
solo “Tomasito” el hijo de la
planchadora, sino don Tomás el maestro del pueblo.
Cada
día cuando acaban las clases, ella viene a recoger a su hijo al colegio
conduciendo su coche sin su chofer; me parece extraño pues bien podría
venir Amparo, “la mudita”
-conocida así en el pueblo porque con solo mirar a los ojos a su pequeña Marta
sabía perfectamente lo que quería, y nunca hablaba de lo que pasaba en casa de
sus patronos- que al pasar de los años, se convirtió en una buena moza
pero que no consiguió novio y aún sigue en la casona familiar.
Yo la
observo desde lejos tras los cristales de mi aula. No quiero reconocerlo, pero
creo que he estado enamorado de ella desde que era un crío; por eso prefería
acompañar a mi madre cuando iba a su casa en vez de quedarme con los demás
chiquillos jugando en la calle, a sabiendas del mal rato que pasaría. Me
doy cuenta que he vivido toda mi vida en una mentira, obcecado en esa imagen de
mi infancia que me ha llevado a querer obviar a todas las mujeres que se me han
acercado y que no han sido pocas. En todas encontraba algún inconveniente,
vivían lejos, no querían vivir en un pueblecito o simplemente eran
insulsas. Mi madre siempre me decía: “Tomas, hijo mío, ¿Cuándo te vas a buscar
una novia con la que formar una familia?” y mi única respuesta era “un día de
estos madre”, y agarraba mi viejo portafolios de piel y salía de la casa con
una sonrisa en la boca y un beso al aire para mi madre. También he
aguantado murmuraciones acerca de mi hombría por seguir soltero a mis años.
Tengo el arquetipo de Marta en mi mente y sin darme cuenta he ido fijándome en
ella y construyéndome mi propia realidad poliédrica, y en cada cara una visión
diferente de la vida.
Después de tanto tiempo aún no ha perdido ese porte que tenía de niña, su
petulancia se ha visto mermada por las circunstancias que la rodean. El
exquisito marido que le buscó su padre, se ha encargado de dilapidar la fortuna
de la familia en negocios turbios y en casas de mala reputación. No es que me
alegre de eso, al contrario; parecía un corderito manso el día de la boda y
mientras todos les mirábamos, él preso del nerviosismo propio del
acontecimiento y de verse en un pueblo que no era el suyo, no hacía nada más
que tirarse de su pulcro chaqué. Ella, ufana e inocente de lo que se le venía
encima, sonreía a todos los que mirábamos pasar el cortejo por la arteria
principal del pueblo en dirección a la iglesia. Entre ellos yo, que veía
como ella se alejaba cada vez más de mí de lo que toda la vida lo había
estado, si es que en algún momento estuvo a mi lado.
Muchas
veces Marta venía al colegio con gafas de sol, a pesar de ser un día lluvioso,
unas enormes gafas que ocultaban su rostro que se iba ajando con los años y se
veía deslucida a pesar de ser una mujer todavía joven. Cuando llegaba la
primavera y las demás madres acortaban las mangas de sus ropas y la tela de sus
faldas, ella seguía tapada hasta los puños y los pies. El rictus de su cara
siempre era el mismo, solo le salía una sonrisa franca cuando abrazaba a su
hijo en las puertas de la escuela. Ahí sí que se le veía feliz. Era como si el
mundo entero se iluminara y no existiera nadie nada más que ella y su pequeño
Nicolás.
Hoy no
ha venido el niño al colegio, algo extraño ha debido de ocurrir, pues es un
niño con una salud de hierro. Hoy me quedaré sin verla aunque sea de lejos.
Cogeré mis cosas y me marcharé a casa pues mi madre, anciana ya, debe de estar
poniendo la mesa y hasta que yo no llego ella tampoco almuerza.
-¿Sabes lo
que ha pasado hijo? Una desgracia, hijo, una desgracia. Anoche, al marido de la
señora Marta Pérez, de mi “Martita” que la he visto crecer desde pequeña…
-¿Anoche qué
mamá, anoche qué?- la curiosidad me comía por dentro, sentí que algo malo había
ocurrido.
-Pues eso,
que anoche en uno de esos sitios a los que va se ve que estaba más bebido de lo
normal y en una pelea y tras apostarse todo al póker, cayó al suelo y se
golpeó la cabeza
- ¿Y qué
pasó?- le espeté a mi madre casi gritándole.
-Pues que se
dio un mal golpe y que lo han llevado muerto a su
casa.
Salí
corriendo sin comer y tirando el portafolio al suelo. Mi único interés era
llegar a la casa de Marta, sabía que mi presencia de nada serviría pero había
algo que me empujaba a ir.
La viuda estaba
compungida al lado del ataúd de su esposo, vestida de negro riguroso con medias
y pañuelo negro a pesar de alcanzar en el patio de la casa los treinta grados a
la sombra de aquel mes de mayo que se presentaba más caluroso de lo habitual, y
secaba sus lágrimas con tanto entusiasmo que no dejaban de mirarla los allí
presentes uniéndose en su dolor.
Me quedé parado, viendo
toda la escena, no podía acercarme a ella, había demasiada gente a su
alrededor. No era el momento. Tal vez al día siguiente, en el cementerio podría
darle mis condolencias.
Una vez el cuerpo del
difunto fue sepultado y todos se iban marchando del cementerio. Ella permanecía
allí, en frente de la tumba, con su inseparable niñera. No dejaba de llorar,
pero en sus ojos se percibía un brillo diferente. Yo esperaba el momento de
acercarme para darle mis condolencias; cuando antes de poner mi mano sobre su
hombro pude escuchar lo que le decía “la
mudita”
-No llores más mi niña,
que no lo merece, ¿no te acuerdas de cuando te daba los correazos?
Se me cayó el mundo
entero a los pies y sin decir nada salí de aquél cementerio.
Os dejo otra reposición mientras llegan aires nuevos.
ResponderEliminarUn abrazo muy grande.
María Eva.
Un narrativa con mucha profundidad temática, muy agradable y atrapador, la trama de la historia no se pierde por la sencilles de la prosa, te seguiré visitanto!!
ResponderEliminarMe alegro que lo hayas recuperado, María Eva, porque no conocía este relato.
ResponderEliminar¡Muy bueno, por cierto!
Un abrazo,
Hola Eva, no paso por los blog estos días, bueno...,mejor dicho, paso muy poco, estoy estudiando literatura clásica para escribir mejor.
ResponderEliminarBien tu historia es muy triste, un amor callado, otro también callado por el mal vivir que le daba el marido y el recuerdo pertinaz de un amor platónico.
Así es la vida,LLENA DE APARIENCIAS, no nos han enseñado a ser fuertes en nuestras decisiones y aguantamos nuestras debilidades sin poner remedio.
Gracias
Con ternura
Sor.Cecilia
Una de tantas historias de amores platónicos y otras de esos maltratos que muy a menudo ocurren por desgracias en muchos hogares. La historia te atrapa desde el principio y se lee con fluidez...te felicito...un besote preciosa.
ResponderEliminarMe gusta Eva este relato tuyo de Don Tomás, el maestro del pueblo, enamorado de la hija del rico del pueblo. Hay muchas personas así en el mundo, muchas historias así, de vidas truncadas, de vidas que apenas son vidas, que son como sueños. Bueno, todos tenemos un poco de eso. Y ése es precisamente el valor que veo a tu relato, que muetras la esencia de todos nosotros.
ResponderEliminarFelicidades.
Iacob.
http://iacobshilenuss.blogspot.com.es/
buen trabajo.
ResponderEliminarsuerte
Una cosa es la vida que se vive y muy otra la que se muestra.
ResponderEliminarAsí y todo era de desear que el maestro del pueblo rompiera su silencio y no quedara por detrás de la mudita que parece que hablaba solo cuando tenía que hablar.
Como lector le pondré mi propio final a esta historia. Eso me gusta.
Un abrazo
Excelente historia muy bien llevada.¡Sencillamente atrapante!¡Felicitaciones! Un abrazo.
ResponderEliminarHola, he encontrado este blog a través de "International Directory blogspot" (http://world-directory-sweetmelody.blogspot.com.es/)y.....me he llevado una grata sorpresa. Me encanta como escribes, lo haces de una forma que "engancha", pasaré a menudo a leer tus nuevos post.
ResponderEliminarMi blog esta recien estrenado y....aun no tengo muchas cosas pero te invito a pasar por alli de vez en cuando y tomar alguna de mis imagenes si te gusta.
http://miscreacionesmandy.blogspot.com.es/
Saludos
A mi también me ha atrapado hasta el final. Es bonita y muy bien narrada.
ResponderEliminarSaludos
Hermoso siio, estupendo relato. Con tu permiso me quedo y te sigo, te dejo un fuerte abrazo desde Uruguay!
ResponderEliminarMe encanto. Llegue de casualidad pero me quedo para seguirte. Un beso enorme desde Argentina
ResponderEliminarMe ha encantadotu blog
ResponderEliminar¡¡Felicidades!!
ResponderEliminarUna historia muy bien contada.
Un abrazo